Juan José Macías
Hasta antes de su muerte me había sido difícil entender la tensión contradictoria que David Ojeda, para mí, mantuvo con la literatura: especie de galantería y desdén, género de amor y recelo; aunque es dentro de la misma literatura que lo manifiesta como un juego del que tampoco sabía entonces decir si era a veces retórico o cierto. Sonará extraño, pero es a partir de su desaparición, por desgracia un tanto inminente dada su enfermedad, y un tanto decidida dada su rebeldía, que esa tensión contradictoria se me revela de lo más congruente en él. En él que, tiempo antes de la disolución de su existencia, habría de arrebatarle a la vida misma, incluso quizás a la literatura, el consentimiento al abandono, a la pérdida total, a propósito de su fuerte sentido de libertad y, por consecuencia, su fuerte sentido de insumisión hasta el final, contra las cosas que no le gustaban del mundo. Tal acto último de libertad y rebeldía lo diré al cabo de este breve y digresivo texto.
Recuerdo a David Ojeda llegar al taller literario que impartía en la Casa de la Cultura de Aguascalientes a principios de los años ochenta, con una pequeña máquina Olivetti metida en su funda y colgada al hombro. Así lo vi por primera vez y así lo vería en los días subsecuentes de mi asistencia al taller. Yo, impetrante de escritor, de menos de veinte años de edad, me ubicaba frente a uno, de apenas treinta, que lo era a cabalidad. Así lo entendía yo, a partir de darle sentido a ese hecho simbólico de la máquina de escribir colgada a la pasión, a la disciplina y al compromiso. David Ojeda había apenas abandonado otro taller del que fuera parte, y ya era autor de dos libros de cuentos: uno, merecedor del premio Casa de las Américas en 1978, Las condiciones de la guerra, y otro de reciente aparición en las inaugurales ediciones Tierra Adentro: Bajo tu peso enorme; este último leído por mí con arrebatado entusiasmo y enorme fascinación. Cuentos cortos en los que ya se mostraba una maestría en los usos de medios, de las estructuras complejas donde los tiempos verbales se revelaban como un juego de naipes para ganarle economía al discurso. Pero, cuentos también, en los que yo intuía en ciertos momentos una literatura íntima, una que describía a un escritor, pese a su juventud, desde el otro lado de la literatura: una literatura surgida de la vida o, mejor dicho, citando a Bachelard “de la vida hablada, hablada para decirlo todo, para no decir nada, para decir mejor”. Yo agregaría: para recordar mejor. Una literatura memoriosa que no desea olvidar a los personajes que han formado nuestra existencia, y a los que habría que convidarles de nuestra propia ficción para hacerlos reales de otro modo: volverlos un valor hablado, un valor al ser hablados. Los amigos, las mujeres amadas, los abuelos y las mascotas, son esos personajes cuya esencia es de toma inmediata, de materia para la reconstrucción y, por tanto, de reinvención de nuestra propia historia.
Confesionalmente, para David Ojeda la imaginación debía nutrirse de la experiencia; sin la vida, la imaginación carecía de venas, pues la vida es a la literatura lo que el veneno a las venas: sin las venas, el veneno carecería de nombre y eficacia. Eso alguna vez lo externó en alguna charla ocasional, y yo he podido corroborarlo a través del tiempo y en momentos reveladores de sus escritos. Momentos clave de un escritor que comprendía perfectamente que la literatura no es ya esa eterna clase de retórica, que nos instruye en psicología y moral, antes bien en ponerla a prueba cada vez, negándola, sublimándola, arrebujándola de espontaneidad y vigilancia; gozándola, sufriéndola, dialectizándola. Una literatura acaso prevalente no nada más por su hechura, sino también por lo que hace del lector y aún del escritor. Un navío mejor que un puerto, un impulso más que una concreción.
En mis tiempos de tallerista con él, ese impulso me había dado un presentimiento de felicidad que no he podido encontrar más a la postre de mi primer libro publicado. No quiero decir que su publicación no me haya llenado de cierto regocijo, pero es verdad que después, en la concreción de mis otros libros, ese impulso de expresión fue cambiando por un sentimiento más bien de satisfacción que de alegría. De hecho, lo que me gusta de escribir un nuevo libro es que me hace sentir otra vez en los comienzos. Un engaño. A través del tiempo se adquiere la mala conciencia de haber ya pasado por esas emociones de no saber si nos dirigimos hacia ese lugar al que se quiere llegar. Un engaño también el de creer que se ha podido llegar. Independientemente de ello, lo cierto es que se nos pierde al escritor en ciernes en un punto de nuestro pasado, ese jovencito entusiasta, feliz porque que aún ignora que la palabra profundo es la más superficial de todas, que para llegar a lo más alto se le tiene que pedir permiso a la caída. Sin embargo, algo le permite intuir que estar a la altura significa también saber situarse por debajo, según las circunstancias y el momento decisivo; de otro modo, el escritor en ciernes no acudiría a un taller literario para permitir que ahí se le forme o se le dote de ciertas herramientas que ayuden a su formación. Sé ahora que lo que mí me formaba era a la vez ese impulso primario, ese entusiasmo preliminar, y el hecho de que se me tomara en serio por parte del coordinador, escritor que llevaba una máquina de escribir colgada al hombro como otros un anillo en el dedo cordial de la mano izquierda como símbolo de una promesa. La analogía es cursi, pero vale. Como vale no encontrar el principio de justificación al intentar explicar una obra con base en el hombre que la escribe, en su vida, en su medio. Como vale también para mí la aseveración que un día me hice al toparme con ciertas frases insertas en los libros de David. Aseveración de que David Ojeda se constituía como un escritor no nada más contra cierta literatura, sino contra la Literatura, con mayúscula inicial, o por lo menos contra una literatura que, por un lado hace del escritor un ser pedante, pretencioso; por otro lado, una que no ofrece nada salvo su invalidez para modificar la realidad opresiva, la realidad infame.
De la primera habla un epígrafe de Julio Cortázar con que David abre su libro Las condiciones de la guerra. La cita de Cortázar dice: «Citar es citarse, ya lo han dicho y hecho más de cuatro, con la diferencia de que los pedantes citan porque viste mucho, y los cronopios porque son terriblemente egoístas y quieren acaparar a sus amigos». Alguien pensará con justa razón que estoy prestando atención a la locución más que a la página, dando la espalda a la imaginación docente. Pero, ya que estamos sobre esa ruta de que citar viste mucho, asegura Bachelard que “Meditando una palabra se está seguro de encontrar un sistema filosófico”. No podría ser mi caso, por supuesto. Digo que me gusta hurgar en esas frases que, entre líneas, nos revelan a nosotros mismos. Salvo que sea otra cosa, citar es citarse porque nos identificamos con lo que citamos, porque convenimos de manera cómplice con lo que citamos, nada del otro jueves. Y ya podemos intuir lo que desea expresar Cortázar cuando dice que citar viste mucho, a qué actores de la farándula alude, a qué «embobado mundo intelectual», como calificaría Breton. Y es que no es lo mismo la mirada que el lector extiende sobre el escritor, una mirada que lo inventa porque lo admira; a la mirada a veces del escritor sobre sí mismo: una mirada que lo inventa también porque él mismo se admira. Y la verdad, esa línea que se tensa entre aquella y esta mirada, tal vez flaqueando en ciertos momentos de nuestra vida nos ha atraído no sin provocarnos un bochorno de contradicción. Comprendo esta situación menos por la propia literatura que por sus actores: nada malo subyace en desear el éxito, salvo que el éxito se exija notariado; nada malo es lo que uno logra ser, salvo creérselo hasta el punto de traerlo tatuado en la piel con tinta fluorescente. Esa posición de David ante el éxito o la notoriedad, ese desdeño por él y por ella, a mí me lo agigantaban en la mesura y la circunspección. La cita de Cortázar le calzaba hasta en su forma de ver la amistad como parte esencial de su literatura. Citar a sus amigos escritores, a sus propios alumnos, era una forma otra de reunión, de celebración de la literatura, al menos de una que no se hace sino para que haga por quien la escribe y para quien se comparte. La otra literatura, quiero decir: esto de escribir, comoapuntara David en el prólogo a su libro Las condiciones de la guerra, “se ha convertido en un mito”. Yo agregaría: un mito innumerable por los que vamos por ahí, viendo “a la literatura como un pasatiempo colateral en la cómoda planeación de nuestras vidas”, como también escribiera el maestro. Y es que Las condiciones de la guerra, creo yo, no es nada más un libro de corte político escrito como mordiente crítica al sistema capitalista, a la alienación del hombre por el hombre, a la estupidez utilitaria, sino que pareciera representar, además, una guerra ideológica, como he dicho, contra la misma literatura.
Hay ese personaje, Jenny (en «Más pequeño que Viet Nam»), estudiante de literatura por cierto, que pide perder «el deseo de escribir cualquier cosa porque la vida no está contenida en las palabras, porque ésta consiste simplemente en dejarse llevar, ajena a los problemas que me plantea la solución de alguna estúpida e insignificante historia». Antes, en el prólogo al libro, David Ojeda, cronista de su momento histórico, deja constancia de su paso por un taller literario y no se priva de aludir a alguno de sus compañeros. Escribe: «Puedo recordar por lo pronto a Huerta y a su desesperación que comparto en buena medida, sus deseos de abandonar los cuentos porque éstos no son capaces de asesinar, así de plano». No es importante escribir, pensar –parece decirnos–: habrá que darse a la tarea de cambiar la vida y transformar el mundo, síndrome de aquellos tiempos marxistas rimbaudeanos del que casi todos nos sentíamos afectados.
Consecuentemente, estas tres citas me llevan a construir a un escritor que vislumbra en su quehacer lo que en realidad no quiere ser y quiere ser. Guerra entablada entre el autor y el escritor que no desea abandonar del todo su condición civil, porque la vida no está contenida en las palabras, y más pareciera que la vida se perdiera, se derrochara en las palabras. Mejor dejarse llevar por la vida entonces, o mejor no, porque al fin de cuentas la literatura ocasiona otro daño colateral que es la esperanza. Tensión contradictoria.
En buena medida, esa tensión contradictoria, esa tensión que parece tomar en David Ojeda un carácter iniciático y dogmático, me parece ahora, a la vez, una de las muchas formas de construirse un destino; pero un destino nunca seguro, sino uno que soñara en los ojos del augur, del adivino. Y ese augur es el escritor que escribe que escribe que otro lo describe, que otro lo inventa, tal como se plantea once años después en Cuando el espejo mira. Ahora hay ese juego de espejos y, como sabemos, los espejos no han perdido nunca su manía de hablar. Espejos frente a los que el escritor se multiplica y que le sirven nuevamente, dado su poder multiplicador y especular, de soporte para volver a la reflexión sobre la literatura. Así, en las páginas 16 y 17, puede leerse:
me dedico a escribir sin apresuramientos, a indagar desde aquí hacia fuera de mis ojos, contornos que los temblores de mis dedos delinean; rasgando el humo espeso que se renueva cada día en nuestras vigilias y nos impulsa a confundir tierra y contratierra, apariencia y realidad, a tomar lo uno por lo otro en tanto no dejamos de reír y suponer futuros ciertos. Lo hago para reunir a los tres que aquí asistimos, para no tragarnos la aspirina ni recibir electrochoques; vomitando y cagándome de la risa, maldiciendo, con la mirada desdeñosa y segura de quien tiene el dedo en el gatillo y se sabe por lo menos libre de elegir entre la propia sien, el corazón de algunos seres amados o las ruines y granujas nalgas de este mundito. Aquí, inmóvil, solo garabateando, hay que gritar: la literatura con mayúsculas, la seriedad de las formas, la retórica que fatalmente recorre todo el texto, no interesan en este papel más que lo que siempre ocurre y no fuera de su espacio…
Aquí, de nuevo, la literatura (con mayúsculas) se desestima, y es colocada por debajo de la vida común. La literatura que «no importa más que lo que siempre ocurre y no fuera de su espacio», como escribiera David. Y yo agrego: que no importa más que la vida hecha de extrañezas y secretas correspondencias que, como conclusión, enseguida daré cuenta. Porque, si bien antes habíamos entendido a la literatura como la imposibilidad de modificar la realidad, en este párrafo se pone a prueba su don de posibilidad todopoderosa con la cual elegir la muerte propia, la muerte de los seres amados o la destrucción del mundo ruin en que se vive. Una literatura, finalmente, a la que se le arrebata el consentimiento a la pérdida, a toda pérdida por si faltara la aclaración; es decir, incluso la pérdida de la vida si fuera necesario “para no tragarnos la aspirina”, tal como en cumplimiento augural David Ojeda lo hiciera literalmente, como un acto desdeñoso a su desaparición, no tomándose los medicamentos prescritos, las tabletas que perdía entre las junturas del sofá, sabiendo que tenía en proyecto algunas novelas todavía, pero aún fiel a su postura de creer, tal vez, que un escritor tiene menor responsabilidad respecto a un autor. El autor que es siempre un ser temeroso en perder su renombre, su lugar en el mundo, lo contrario del escritor que conserva su nombre civil para escribir lo que le mueve y le conmueve: eso que posiblemente será un poema o se logre en un cuento o una novela si el tiempo y la emoción alcanzan para ello. Sé que hay una coquetería en hacer pasar por desinterés lo que en el fondo nos compromete; pero intuyo que hay un desinterés genuino que nos compromete, como a David Ojeda con o sin la Olivetti colgada al hombro, a expresarlo en el escenario debido y en el momento decisivo.
Ciudad de Zacatecas, 5 de octubre de 2018.
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