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Narrativa

Fábulas

Por JESÚS NAVARRETE LEZAMA

Veo veo las palabras nunca son
lo mejor para estar desnudos
Ni ni la anaconda es como el buey
Ya no hay más reyes de la selva

Alberto Spinetta. Las habladurías del mundo

Como he dicho en anteriores entregas, almaceno desordenadamente fragmentos de mis  lecturas, así que encontrarme por azar, aquella mañana,  un pequeño compendio de fábulas que reuní hace algunos años conforme las fui encontrando en otros textos más amplios, no me pareció nada extraño, de no ser por algunos sucesos insignificantes pero significativos, que ocurrieron aquel mismo día.

Me gusta caminar. Camino de la casa al trabajo y de regreso. Pero no me gusta salir los fines de semana, salvo en la noche; o en la tarde, si el lugar al que voy es agradable. Sin embargo, aquel sábado, en lugar de permanecer ante la computadora o quedarme en la cama leyendo, salí a caminar, para calmar mis pensamientos.

Fue un error. Cuando iba en la calle me di cuenta de que no podía controlarlos. En la casa chocaban contra los muros, no iban a ninguna parte, pero en la calle se habían disparado en todas direcciones, y permanecían más tiempo atormentándome con un problema u otro. Además, caminaba de prisa; intentaba bajar el ritmo, dar pasos más lentos, pero a los pocos minutos ya estaba  a toda marcha otra vez, y los pensamientos igual.

Casi llegando al pequeño supermercado donde suelo hacer las compras vi a una chica y una mujer sentadas en la banqueta. La chica cargaba un perro sobre las piernas. Noté que reía y, aún a cierta distancia, me pareció escuchar su risa, pero cuando pasé a su lado me percaté de que el animal estaba inmóvil en su regazo: lo que había escuchado no erasu  risa, sino  su llanto. Delante de ellas había un auto blanco estacionado en doble fila; al lado, un motociclista observaba la escena con preocupación. La mujer le preguntó a la chica por un número telefónico. O eso creí, pues solo dijo: ¿cuál es?, sosteniendo el celular en la mano, en actitud de marcar.

En realidad no supe a ciencia cierta lo que había pasado. Mientras me alejaba, supuse que habían atropellado a la mascota de la chica. Imaginé cómo se sentía y cómo se sentiría en los días posteriores a causa de la pérdida. La vida de los animales, desde su perspectiva, nos pasa desapercibida. Seres cuya conciencia desconocemos, no nos queda más que atribuirles virtudes y defectos humanos. Como mascotas les imponemos normas sociales, en la vida salvaje, los observamos, nos gustan o les tememos, no pocas especies han proliferado o se han extinguido por cualquiera de estas dos razones. Pero no quiero ir demasiado lejos con esto.

Cuando volví a casa, había un pajarillo muerto en el peldaño de la puerta. Me quedé parado frente a él un buen rato sin saber qué hacer. Me vino a la mente la idea de que era un maleficio, porque estaba justo en el centro, como puesto a propósito. No sabía si tomarlo entre mis manos y arrojarlo en el baldío que estaba al final de la calle, o simplemente patearlo hacia el arroyo vial. Resolví que por ningún motivo debía tocarlo. Pensé en abrir la puerta, pasarle por encima e ir por una escoba para hacerlo a un lado con ella. Pasé varios minutos pensando cómo debía enfrentar aquel obstáculo hasta que, de pronto, el ave se echó a volar.

Movido por aquellos dos sucesos recordé mi hallazgo matutino, consulté el documento: la primera fábula, contada por Italo Svevo en Vino generoso y otros relatos, trataba de aves; la segunda era más bien un chiste (por eso no la incluyo aquí) acerca de la astucia de un perro que, tras naufragar el crucero donde viaja, llega a una isla desierta donde su vida es amenazada por un tigre.

No tengo especial apego por los animales, pero me gustan las historias, así que me propuse escribir algo acerca de la fábula como género literario. Me pregunté cuantos fabulistas podrían contarse en el mundo y una simple investigación en Wikipedia arrojó 71 nombres. Me llamó la atención el de Robert Louis Stevenson, a quien yo conocía por sus novelas de aventuras. Consulté,en formato electrónico, Fábulas (1896), obra suya dedicada al género. El horror se apoderó de mí cuando hallé una titulada El lector, que me sorprendió por la semejanza que guarda con unpequeño relato que escribí hace algunos años. Ante la posibilidad de ser considerado un plagiario me apresuré a establecer las diferencias mientras hacía grandes esfuerzos por recordar todo lo que había leído acerca de las pretensiones de la originalidad.

La bondad es una enfermedad incurable

Italo Svevo. Vino generoso y otros relatos

Un rico señor amaba tanto a los pájaros que reservó para ellos una vasta propiedad que poseía, en la cual estaba prohibido no ya ponerles trampas sino espantarlos siquiera. Les construyó buenos refugios calientes para el largo invierno, provistos de alimento en abundancia.

Pasó un tiempo, y en la vasta propiedad anidaron numerosas aves rapaces, y gatos, y hasta grandes roedores que atacaban a los pajarillos. El rico señor lloró, pero no se curó de la bondad, que es una enfermedad incurable, y si antes deseaba alimentar a los pájaros, ahora no fue capaz de vedarles el alimento a las pequeñas rapaces ni a ninguno de los otros animales.

Algo completamente distinto

Eliot Weinberger. Algo elemental

El HuaiNanTzu, un libro taoísta del siglo II a.C., cuenta la historia de un hombre de la Antigüedad, Kung Yu-ai, que en siete días se transformó en un tigre. Le creció pelo por todo el cuerpo, sus manos se tornaron garras, sus dientes adquirieron la forma de los de un animal salvaje. Su hermano fue a echar un vistazo: el tigre dio un salto y lo atacó hasta matarlo.
El tigre nunca supo que una vez había sido un hombre. El hombre nunca supo que un día sería un tigre. El tigre era feliz siendo un tigre, conforme a su naturaleza de tigre. El hombre era feliz siendo un hombre, conforme a su naturaleza humana. Ambos gozaban de la felicidad de ser ellos mismos, y ninguno imaginó que había sido igualmente feliz siendo algo completamente distinto.

Diálogos de una vaca y una potranca

Michel Houellebecq. Ampliación del campo de batalla

«Consideremos en primer lugar a la vaca bretona: durante todo el año solo piensa en pacer, su morro reluciente sube y baja con una impresionante regularidad, y ningún estremecimiento de angustia turba la patética mirada de sus ojos castaño claro. Todo esto parece de muy buena ley, todo esto parece incluso indicar una profunda unidad existencia, una identidad envidiable por más de un motivo entre su ser-en-el-mundo y su ser-en-si. Pero ay, en este caso el filósofo se pillara los dedos y sus conclusiones, aunque basadas en una intuición justa y profunda, no serán válidas si antes no ha tomado la precaución de documentarse con un naturalista.

En efecto, doble es la naturaleza de la vaca bretona. En ciertos periodos del año (especificados precisamente por el inexorable funcionamiento de la programación genética), dentro de su ser se produce una asombrosa revolución. Sus mugidos se acentúan, se prolongan, la misma textura armónica se modifica hasta recordar a veces de un modo pasmoso algunos quejidos que se les escapan a los hijos del hombre. Sus movimientos se vuelven más rápidos, más nerviosos, a veces la vaca emprende un trote corto. Hasta el morro, que no obstante parecía, en su lustrosa regularidad, concebido para reflejar la permanencia absoluta de una sabiduría mineral, se contrae y se retuerce bajo el doloroso efecto de un deseo ciertamente poderoso.

»La clave del enigma es muy simple, y es esta: lo que desea la vaca bretona (manifestando así, hay que hacerle justicia en este aspecto, el único deseo de su vida) es, como dicen los ganaderos en su cínica jerga, “que la llenen”. Así que la llenan, más o menos directamente; en efecto, la jeringa de la inseminación artificial puede, aunque al precio de ciertas complicaciones emocionales, sustituir en estas lides el pene del toro. En ambos casos la vaca se calma y regresa a su estado original de atenta meditación, con la excepción de que unos meses más tarde dará a luz un ternerito encantador. Cosa que para el ganadero es puro beneficio, dicho sea de paso.«

Naturalmente el ganadero simbolizaba a Dios. Movido por una simpatía irracional hacia la potranca le prometía en el capítulo siguiente el eterno disfrute de numerosos sementales, mientras que la vaca, culpable del pecado de orgullo, sería condenada poco a poco a los tristes placeres de la fecundación artificial. Los patéticos mugidos del bóvido no eran capaces de ablandar la sentencia del Gran Arquitecto. Una delegación de ovejas, formada por solidaridad, corría la misma suerte. El Dios escenificado en esta breve fábula no era, como se ve, un Dios misericordioso.

Keiko

Sayaka Murata. La dependienta.

Crecí en un distrito residencial de las afueras, en el seno de una familia normal que me quería de forma normal. Sin embargo, de pequeña era un poco rara.

Cuando iba a la guardería, por ejemplo, un día encontré un pajarito muerto en el parque. Era un bonito pájaro azul que parecía haber escapado de alguna casa. Los demás niños lloraban alrededor del pajarito, que tenía el cuello retorcido y los ojos cerrados.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó una niña. Entonces yo lo cogí rápidamente, me lo puse en la palma de la mano y se lo llevé a mi madre, que estaba en un banco charlando con otra madre.

—¿Qué ocurre, Keiko? Oh, un pajarito… ¿De dónde habrá salido? ¡Pobrecillo! ¿Qué te parece si lo enterramos? —dijo mi madre con voz dulce mientras me acariciaba el pelo, y yo le respondí:

—Nos lo comeremos.

—¿Cómo?

—A papá le encanta el pollo frito. Podríamos freír el pájaro para comerlo —repetí en voz alta y clara, pensando que mamá no me había oído.

Ella se quedó muda de asombro y creo que la madre que estaba a su lado también se sorprendió, pues abrió simultáneamente los ojos, la boca y las aletas de la nariz. Su expresión era tan cómica que estuve a punto de echarme a reír, pero entonces vi que me miraba fijamente la palma de la mano y pensé: «¡Claro! Con uno no basta».

—¿Quieres que vaya a buscar más?

Cuando me volví hacia un grupo de gorriones que merodeaba cerca de allí, mi madre por fin reaccionó.

—¡Keiko! —gritó escandalizada, en tono de reproche—. Cavaremos una tumba para el pajarito y lo enterraremos. Mira, los demás niños están llorando. Están tristes porque se ha muerto un amigo suyo. ¿No te da lástima?

—¿Por qué? Si ya está muerto, al menos podríamos aprovecharlo…

Mamá se quedó atónita al oír mi respuesta.

Yo solo pensaba en papá, mamá y mi hermana pequeña sonriendo de alegría mientras comían el pajarito. A papá le gustaba el pollo, y a mi hermana y a mí nos encantaban los fritos. Si el parque estaba lleno de pájaros, no entendía por qué no podíamos comerlo y teníamos que enterrarlo.

—Mira lo pequeño y bonito que es —insistió mamá, empleándose a fondo para convencerme—. Lo enterraremos y podrás llevarle flores a la tumba.

Al final lo hicimos así, pero no llegué a entender por qué. Los demás niños se compadecían del malogrado animal, lloraban, arrancaban de cuajo las flores que encontraban alrededor y decían: «Qué flor más bonita, seguro que al pajarito le gustará». A mí aquel espectáculo me resultaba de lo más grotesco.

Cavamos un agujero detrás de una cerca donde ponía «Prohibido el paso» y enterramos al pajarito. Encima de la tumba había un montón de flores muertas y, clavado en la tierra, el palito de un helado que alguien había cogido de la basura.

—¿Lo ves, Keiko? Pobre pajarito, qué triste —susurraba mi madre una y otra vez para despertar mi compasión, pero yo no llegué a sentir lástima.

El lector

R. L. Stevenson. Fábulas.

Es el libro más impío que he leído en la vida —dijo el lector, arrojando el volumen al suelo.

—Tampoco hace falta que me maltrates —dijo el libro—. Así te darán menos por mí cuando me vendas de segunda mano. Además, yo no me escribí.

—Eso es verdad —concedió el lector—. Es con tu autor con quien me enfado.

—Pues no compres sus peroratas —dijo el libro.

—Eso es verdad —concedió el lector—, pero es que lo tenía por un autor alegre.

—A mí me lo parece —dijo el libro.

—Debes de ser muy distinto de mí —dijo el lector.

—Deja que te cuente una fábula —dijo el libro—. Dos hombres naufragaron en una isla desierta. Uno de ellos fingió que estaban en casa, el otro lo aceptó y…

—Sí, ya conozco esa clase de fábula —dijo el lector—. Los dos murieron.

—Sí, murieron —dijo el libro—. De eso no cabe duda. Como todo el mundo.

—Eso es verdad —dijo el lector—. Vayamos un poco más allá por esta vez. ¿Qué pasó cuando todos hubieron muerto?

—Que quedaron en manos de Dios, igual que antes —dijo el libro.

—No hay mucho de lo que alegrarse, según tu fábula.

—¿Quién está siendo impío ahora? —dijo el libro.

Y el lector lo arrojó al fuego.

El cobarde se arredra ante la vara y no tolera el férreo semblante de Dios.

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