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Narrativa

La novela breve

Por JESÚS NAVARRETE LEZAMA

…como si cambiar de forma no fuera lo mismo que morir.

Erasmo de Rotterdam

Luego renunció al trabajo porque deseaba ser escritor y como le advirtieron que para ser escritor tenía que renunciar a algunas cosas, abandonó el trabajo; creyó que con eso sería suficiente. Se quedó cesante por un tiempo. No hacía nada. Se levantaba temprano, empezaba a leer un libro, retomaba la lectura de otro, trataba de escribir algunas líneas. En general le resultaba difícil.

A mediados de junio comenzó a escribir una novela breve que desde el principio lo llenó de insatisfacciones.

–Eres un escritor malo –le dijo Sergio cuando la leyó. Luego se enfureció pero no dijo nada. No supo qué replicar. A sus 30 años, Sergio ya había escrito su obra maestra.

Por las noches, mientras trataba de conciliar el sueño, pensaba en desistir; se llenaba de amargura dándole vueltas a aquella sentencia de Charles Bukowski: “se puede ir a la cama siendo un escritor y despertar a la mañana siguiente siendo una cosa totalmente distinta”. Sin embargo, le bastaba recordar que Bukowski también había dicho que es posible dormirse siendo un plomero y recobrar la conciencia transformado en un escritor, para seguir esperando la metamorfosis.

Quizá fue por eso que al principio, al despertar aquella mañana y encontrarse tirado a un lado de la cama, convertido en un monstruoso insecto, la sorpresa no fue tan alarmante. Primero pensó que era un sueño y se quedó quieto mucho rato, esperando que pasara. Pero después de varios minutos seguía echado sobre el duro caparazón de su espalda, como Gregor Samsa en La metamorfosis de Kafka.

            Al parecer se había convertido en una cosa totalmente distinta.

No sin algo de violencia, recobró la compostura. Gritó desaforadamente. Se irguió posando las patas delanteras en los estantes del librero y, cuando quiso tomarlo, destrozó el Ulises, de Joyce, que recién había comprado; pero la sensación de alegría que le hizo experimentar este hecho se desvaneció cuando el mueble osciló peligrosamente como si se le fuera a venir encima.

Cambió de rumbo. Se percató de que había varios libros tirados en el piso del cuarto. Dio un par de mordiscos al Ulises, que no le supo mal, pero como creyó que encontraría algo mejor en la cocina se dirigió hacia allá. La alacena estaba abierta y vacía, y no se miraban basura ni restos por ningún lado. Del refrigerador emanaba un tufo nauseabundo que le resultó agradable, sin embargo, después del episodio del librero temía a la torpeza de sus extremidades y no quería encontrar la muerte debajo de aquel electrodoméstico, así que regresó decepcionado y se puso a comer con parsimonia la obra del irlandés preguntándose a que sabrían sus Dublineses.

Luego regresó el miedo. La transformación era horripilante. Con seguridad se trataba de un castigo a su deseo de ser escritor por el solo hecho de haber leído a Bukowsky. En tal circunstancia la vida iba a ser un verdadero martirio: pudo ver, al final del suplicio, su cadáver arrojado a la basura, y a sus padres llorar un poco, antes de huir para olvidar. No pudo seguir. Decidió relajarse; se propuso dormir otro rato. Tal vez, cerrando los ojos, se adentraría en un sueño distinto o despertaría para abandonar aquel desvarío y volver a la realidad.

Efectivamente, minutos después estaba ante la mesa del desayuno, contándole a su madre la extraña ensoñación que había tenido, pero ella no le escuchaba; miraba por la ventana la luz del sol que destellaba sobre la calle. Ella cerró los ojos y Luego se inclinó sobre la cubierta de la mesa, como si se fuera a dormir de nuevo. Durante varios segundos, en medio de la penumbra, siguió percibiendo el brillo del pavimento, que se había convertido en una mancha color naranja que flotaba de un lado a otro en el reducido campo visual que formaban sus brazos sobre los que apoyaba la cabeza. La mancha fue perdiendo brillo hasta que desapareció y dio lugar en su campo visual a un par de tenazas.

Estaba de nuevo echado en la cama, entre las sábanas. Su madre trasegaba en el cuarto sin prestarle mucha atención, pero cuando por fin se dio cuenta de lo que había bajo las sábanas, naturalmente se horrorizó.

–Mamá, soy yo, mira la cosa en la que me he convertido –lloró Luego, pero no le salían las lágrimas y tampoco palabras que le ayudaran a dar la triste noticia de su cuerpo mudado.

Huelga repetir aquí todo el drama que hizo: Intentó decirle algo, que era su hijo, que no se preocupara, argumentar que lo mejor que podía hacer era ayudarle. Pero en lugar de palabras le salieron unos chillidos espantosos que pusieron a la mujer aún más histérica. Así que desistió y soportó el castigo en silencio. Al ver que no reaccionaba ni tenía ánimos de atacarla, el terror y la furia de los que era presa su madre comenzaron a menguar. Entonces vio el libro que descansaba sobre la mesa de noche y enseguida comprendió.

Salió llorando del cuarto y cerró la puerta por fuera. Una hora después se escuchó el motor del auto de su padre. En un minuto subieron los dos a verlo. Luego permaneció quieto, como si estuviera dormido. Su padre se quedó mudo. Hojeó la novela, revisó que en el cuarto estuvieran todas sus pertenencias, las cosas sin las cuales, según él, su hijo no podía marcharse.

Lo punzó con la escoba.Luego no reaccionó, con el asta le levantó las tenazas, quizá buscando algún resto de su hijo, pensando también, igual que la madre, que aquella bestia en la que no encontraba nada familiar podría haberlo devorado. En lugar de llamar a las autoridades y reportar su desaparición, llamaron al doctor de cabecera y a un amigo veterinario, quienes coincidieron en que era un coleóptero.

Luego escuchó sollozar a su madre y a su padre lamentar que su hijo hubiera terminado convertido en un barrenillo.

Lo llevaron a casa y lo mantuvieron encerrado varios días esperando a que se revirtiera la transformación. Al término de este lapso, citaron a los amigos más cercanos, quienes vinieron a verle y a ofrecerle consuelo. Los que lloraron fueron los mismos que minutos más tarde reían histéricamente al ver a sus sobrinos pequeños volcándolo como si fuera un automóvil en medio de una manifestación de protesta. Todos reían y él se iba convenciendo de que quizá no fuera tan malo brindarles un poco de la felicidad que como humano nunca les había prodigado. Su madre derramó algunas lágrimas de resignación y un brillo de alegría resaltó en sus ojos anegados cuando lo vio en el patio jugando con los niños de buena gana por primera vez.

En esa visita,los mejores amigos convencieron a sus padres de que en lugar de traer curas o hechiceros, permitieran que lo estudiaran científicos de universidades prestigiosas, del país, o si se podía, del extranjero.

Rosita Fresita, la mejor amiga de Gina, su ex, con la que nunca se había llevado bien, sugirió que le llevaran a la televisión y lo exhibieran como curiosidad de circo cobrando por ello, lo que provocó el enojo de su padre, quien se levantó de la mesa furioso argumentando que, aunque su hijo no fuera más que un insecto, no iba a permitir que lo insultaran. De cualquier forma, terminó abatido en uno de los sillones de la sala, llorando por la tragedia que había caído sobre su casa.

Más tarde le llevaron la comida al jardín y lo acercaron a ella con suaves empujones. Cuando los vio frente a sí, observándolo, se le quitaron las ganas de comer.

–Parece triste –dijo Paolita.

Llevaba aquella falda con la que tanto le gustaba, y él era un bicho, carajo.

Aguardaron en silencio. La madre, haciendo su mejor esfuerzo para disimular su temor o la repulsión, le acercó unas hojas de lechuga. Las tomó con las pinzas delanteras y las llevó a su boca. Hubo expresiones entre el asombro y el júbilo. La madre, un poco más confiada le ofreció otra hoja y aproximó la bandeja que contenía el alimento.

No tenía mal aspecto. Parecía una ensalada, aunque en realidad era una combinación arbitraria de alimentos de toda índole, algunos de los cuales, como humano, le disgustaban pero, en su nueva condición le parecían de lo más apetitosos.

Paolita se acercó y se agachó un poco. Por un momento todos se distrajeron mirándola. Luego no sabía qué hacer. La lechuga le había abierto el apetito, pero le parecía insoportable comer frente a aquella turba que no dejaba de mirarle y de fingir sonrisas que derivaban en muecas nerviosas.

Paolita sobó una de sus tenazas a pesar de que las movía frenéticamente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar el impulso de tomar la pequeña mano y troncharla. Se veía tan tierna. Estaba seguro de que durante su vida de humano jamás tuvo un sentimiento tan intenso por él como el que la inundaba en aquel momento.

Le ofreció lechuga también. La comió lentamente. En lugar de aquel espectáculo, quería darles la espalda y esperar a que se marcharan pero, si lo hubiera hecho, aquellos sujetos habrían sido capaces de hacerle comer a la fuerza.

Así que Paolita siguió dándole hojas de lechuga. No se atrevió a meter él mismo los palpos en aquella bandeja de cristal. No habría soportado que miraran el movimiento de sus tenazas, torpe a los ojos humanos.

Finalmente, la pequeña multitud que se había dado cita para conocer su nuevo estado comenzó a aburrirse al contemplar la parsimonia con la que lo alimentaban. Empezaron por conversar de sus propios asuntos y luego se fueron.

Por su parte, Luego se negó a aceptar la enésima hoja de lechuga y Paolita entendió con ese gesto que estaba satisfecho.

Después de varios días el padre empezaba a ver algunas bondades en el asunto, agradecía, por ejemplo, que no hubiera resultado ser un escarabajo estercolero. Por otra parte, ya solo los niños venían a jugar con Luego; los adultos los miraban de lejos cada vez más confiados en que no iba a dañarlos, mientras hablaban de su traslado al laboratorio de alguna universidad. Sus padres querían tomarse el tiempo para elegir la mejor propuesta.

Aunque, según las conversaciones que sostenían por las mañanas cuando venían a cerciorarse de que estuviera bien, parecía que les obsesionaba un poco más el aspecto económico, también se preocupaban por el trato que iba a recibir. Les tomó días examinar el currículum de los investigadores que estarían a cargo del bicho –porque empezaron a decirle bicho, les parecía cariñoso y a él llegó a parecérselo también; mala pero eficaz es la costumbre. Era tal su obsesión, que la madre, para darle a entender que estaba de mal humor,lo llamaba por su nombre.

Con Paolita era al revés. Su trato seguía siendo el más amable; ella también le decía bicho y la verdad no le gustaba, pero en aquel estado y con el trato que ella le prodigaba aquella palabra cada vez le fue resultando menos incómoda; a veces estaba más amorosa que de costumbre y tardaba largo rato pasándole la mano por la espalda. Él no sentía nada, pero le agradaba escuchar la palma de la mano frotándose contra su caparazón. Entonces lo llamaba Gus, como si pronunciara alguna especie de nombre secreto y le decía que ella estaría siempre al pendiente de él. Qué éxtasis.

En cuanto a su Gina, su ex, huelga decir que no pudo tener mejor pretexto para olvidarse de Luego. Ni siquiera estuvo el primer día, cuando todos vinieron a verle. Ella hizo su visita una semana después porque apenas había vuelto de Playa del Carmen, donde había conseguido un bronceado envidiable, según le dijo a Paolita que fue la encargada de llevarla ante él.

Le dirigió tal mirada de horror –o de asco–, que hubiera querido morirse de la vergüenza. Creyó de nuevo en la existencia de Dios. Le preguntó cómo era que él, siendo un ser humano, la criatura privilegiada de la creación según sus oficiantes, se encontraba en tal circunstancia y cómo era que, encontrándose en ella lo sometía al escrutinio insensible de Gina.

Quiso llorar, pero no le fue posible. Por toda respuesta y contra su voluntad, no pudiendo contenerse, lanzó un chillido, ante lo cual Gina retrocedió asustada. Paolita, disimulando su miedo, acarició su pinza derecha y dijo en voz baja algunas palabras que tenían como propósito contenerle y a la vez prodigarle algún alivio. Casi recupera la fe, pero en ese momento, recordando su condición humana, ella regresó al lado de Gina y la abrazó, llevándosela para siempre de su lado.

Poco cabe decir de su nueva apariencia de insecto; después de unas semanas ya era muy normal que cuando vinieran los niños jugase con ellos por una o dos horas, lo había asumido como un nuevo trabajo. Y ellos eran muy comprensivos, habían alcanzado una comunicación óptima, entendían todos sus gestos que no eran más que pequeños accesos de violencia que le permitían expresar su descontento.

Por lo demás,se pasaba la mañana tirado en la gran casa para perros que le compraron. Estrecha como era no le resultaba incómoda, pues no lo forzaba a una inmovilidad agradable.

Vinieron los profesionales a verle, los investigadores de algunas universidades locales y extranjeras, pero como no había ningún contrato, sus padres, aconsejados por un abogado, no dejaban que le tomaran ni una muestra de sangre. Le tomaron medidas, eso sí, pero eso no ayudaba mucho a sus especulaciones. Para presionar, algunos especialistas opinaron que no se trataba más que del caso de un escarabajo gigante, como nunca se había visto, sí, pero en ninguna forma aquello era un ser humano transmutado en insecto.

Luego agradecía la meticulosidad de sus padres: ¡Hicieron tal cantidad de trámites! No querían dejar ningún cabo suelto. Debieron hacer antesala en varias oficinas antes de conseguir el respaldo de las sociedades protectoras de animales sin perder el de las organizaciones defensoras de los derechos humanos.

Incluso el Honorable Congreso y el Senado de la República se ocuparon del caso. Legisladores de izquierda y derecha opinaron sobre la conveniencia de hacer reformas constitucionales en virtud de que pudieran repetirse casos como aquel, en los que se comprobara científicamente que no había fraude, pero ahora era imposible ponerse de acuerdo decían, el tema era demasiado confuso, dependía de la familia que Luego sentara el precedente necesario.

Aquello desató una polémica; se miraban todas las aristas del problema: los opinadores gastaban sus mejores argumentos para sustentar las tesis más simples, que un escarabajo no podía tener derechos humanos, que entonces ya se podía ir considerando que se había cometido genocidio contra los monos y las ratas, sobreutilizados para la experimentación científica, por ejemplo; o bien que la sociedad protectora de animales no debía gastar el tiempo en una especie que estaría mejor atendida en un laboratorio para su estudio, puesto que podía representar incluso un peligro.

Vista a la distancia, la discusión era inútil. En otra época de la humanidad le hubiesen matado, o le hubieran metido en un establo, como a una vaca y no se habrían tomado ninguna molestia para determinar su verdadera naturaleza. Pero la civilización ha avanzado, no cabe duda.

La familia y los amigos seguían viniendo a visitarlo como si fuera una mascota o algo así, el padre se había opuesto terminantemente a que se le adjudicara ese papel pero no había conseguido evitarlo, aunque solo a los niños les permitía que jugaran con él y esa es una de las pocas cosas que le agradecía, pues por lo demás, desde la transmutación se había tornado distante y solo le interesaba resolver el asunto de las manos en las que lo iba a dejar, lo cual ya era una cuestión difícil, pues por una parte no quería cargar culpas y por otra, también quería obtener buenos dividendos.

El día que volvió a su forma humana estuvo más inquieto que de costumbre. Su madre lo llamó Gustavo tantas veces como los niños resbalaron de su espalda, con un saldo de dos luxaciones y un raspón en la rodilla. Cuando los infantes se alejaron aterrados vino Paolita, que tomó en su mano, como en aquel primer día, su tenaza izquierda. Otra vez le dieron ganas de tronchársela. Si los escarabajos pudieran derramar lágrimas no habría podido llorar en su regazo de cualquier forma, ni secar las lágrimas con sus pinzas, que huelga decirlo cultivaban una ligera pilosidad que las hacía agradables al tacto.

Sin embargo, las palabras de Paolita lo fueron calmando. No las apunto aquí porque tampoco fueron palabras brillantes, sino los lugares comunes que se suelen usar para apaciguar a una persona enojada y triste. Minutos más tarde se quedó solo en el patio. La casa estaba en silencio. Paolita salió al cine con Andrea, una amiga suya que, según le había contado durante los monodiálogos que emprendía las tardes que pasaba a su lado, se sentía atraída por él cuando era todavía humano, pero a la que como escarabajo era evidente que ya no le caía nada bien.

Se solazó contemplando las piernas de los dos cuando Paolita vino a decirle: ya me voy bicho. Pórtate bien.

Andrea se mantuvo a prudente distancia.

Por alguna extraña razón ella siempre hablaba en voz baja cuando estaba frente a él, era la única que lo hacía, como si supiera que Luego podía escuchar y entender sus conversaciones. No solía opinar al respecto, por temor a que Paolita se molestara con ella, pero tal vez era la única que reconocía en Luego algo de humano.

El caso es que se marcharon y lo dejaron solo. Los niños se dedicaron a sus videojuegos o a la televisión. Aún no oscurecía cuando su madre vino a darle las buenas noches. Se iba a cenar con papá, quien igual que Andrea, se mantuvo lejos.

Al parecer, cuando se marcharon quiso decirle “nos vemos” o “hasta luego”, pero se reprimió, y sin mucho convencimiento, solo porque la madre lo estaba mirando, levantó la mano.

–Podrías ser más comunicativo con tu hijo –le espetó ella mientras se alejaban y él no dijo nada.

Lo cierto es que su padre no terminaba de creer que aquello fuera su hijo y no lo culpaba: si Luego hubiera estado en su lugar, también habría sido escéptico y tampoco se habría sentido cómodo hablando con él. La barrera que los separaba era muy clara y no obligaba a ninguno de los dos a esforzarse en cultivar una relación: él era un ser humano y su hijo un escarabajo, no tenían nada en común.

Esa noche soñó que por fin terminaba la novela. Soñó que escribía hasta el amanecer. Trasformado en aquella bestia. No sabía lo que le motivaba aquellas historias. Eran relatos extraños. Bastante estúpidos a veces. Eran como un vómito. O más bien, como el acto de vomitar, que ciertas circunstancias pueden hacernos parecer agradable; me refiero a esa clase de vómito que provee algún alivio. Pero, tal vez no sea justo describir las historias con adjetivos. Lo que puedo decir es que pergeñaba palabras. Las ataba como si fuesen animales que había que domesticar o por lo menos volver prisioneros. Recogía las palabras, las aglomeraba en torno a una historia. Las destrozaba. Era como un mercenario. No desdeñaba nada, pero nada apreciaba. Era una máquina. Un mecanismo echado a andar, que se alimentaba de ideas estúpidas y de prejuicios. Grandes trozos inconexos, miles de digresiones. Infinitos afluentes desprendidos del cauce primigenio de las palabras que no volvían a encontrarse en ninguna parte porque era posible que a dichos afluentes les crecieran arroyos, ramificaciones hasta el infinito. Hasta que la micronésima parte del espacio estuviera llena de palabras. De caracteres significando palabras. De palabras reproduciéndose, anotándose una y otra vez, sin parar, palabras haciéndose nudo y devanándose al mismo tiempo.

No era poesía desde luego. Se alejaba también de la narrativa. Era, si bien, una prosa similar al producto de alguna afasia. Un discurrir de palabras como lanzado al vacío. Un vertedero. Un lugar en el mundo donde la mayoría de las palabras permanecían muertas o contenidas en un líquido en punto de ebullición, que lanzaba algunas de ellas por el aire para que se las pudiera apreciar. No podía contenerse. Secretaba palabras por todos los orificios.

Cuando despertó,Paolitalo miraba hipnotizada.

Sus ojos no miraban su feo rostro de insecto, ni sus manos golpeaban sus tenazas para hacerle volver del sueño, la mirada se concentraba en otra parte de su cuerpo.

Uno de sus brazos apareció ante sus ojos. Luego todavía pensaba que lo que iba a levantar era una tenaza para empezar a patalear puesto que estaba de espaldas. Entonces levantó la cabeza y se percató de que lo que Paolita miraba era su miembro presa del furor matutino. Cuando se dio cuenta de que había despertado se sonrojó. Se quitó el suéter azul que llevaba en aquella mañana fría y lo cubrió, pudorosa. Nunca la deseó tan intensamente como en aquel momento.

Tampoco ella podía hablar. No hallaba la forma.

-¡Bicho! -exclamó –y corrigió de inmediato. ¡Digo, Gus!

Luego se levantó.Sintió deseos de abrazarla pero, en aquellas condiciones, estaba seguro de que lo hubiera rechazado.

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