Por Violeta García
En el presente, lo mismo que en cada etapa anterior, han existido críticos que proclaman la decadencia de las civilizaciones y la inminente muerte del arte, aludiendo a un pasado siempre mejor y ya remoto, a la par que grupos de creadores entusiastas perseveran en su trabajo con una visión casi siempre contraria a lo establecido por el sistema que les rodea.
El arte contemporáneo es uno de esos fenómenos que señalan un cambio en los paradigmas y la interpretación y que, por lo tanto, polariza las opiniones. Por lo visto, nos olvidamos de que la historia es cíclica y el arte es ruptura. Asistimos a un momento de cambio, catalizado por el vertiginoso flujo de información disponible para el público en general.
Más allá de defender o atacar alguna este tipo de manifestación es pertinente señalar que cada una es un producto de sus tiempos, y un diente del engranaje que retrata y hace avanzar a la historia, y que las particularidades de este contexto específico plantean nuevos retos para el quehacer de los protagonistas.
Una de las principales diferencias con respecto a otros momentos de la humanidad es la inmensa cantidad de recursos (tecnológicos, información y medios de promulgación, etcétera) que puede estar al alcance, si no de todos, al menos de un gran segmento de la población. Un porcentaje significativo de gente tiene acceso a herramientas de creación y difusión, así como a los datos necesarios para la educación y formación como autores.
Si bien esto puede y debe aprovecharse como una ventaja y una facilidad para dar a conocer o tener contacto con la obra, también representa una dificultad en el sentido de que, a mayor volumen, resulta más complejo conocer y analizar todas las muestras disponibles de productos culturales.
La creación de espacios independientes, el uso de las redes sociales y la inclusión de la cultura en el medio cotidiano dan pie a su diversificación, popularización y expansión. Las posibilidades se abren y el arte ya no es sólo para unos cuantos privilegiados. Las fuerzas que dictaban el rumbo y los temas no han dejado de existir: el Estado, las instituciones, la Academia, el mercado e incluso pujanzas patrióticas o religiosas siguen presentes, sin embargo, lo hacen a partes iguales con la voluntad del artista y la sociedad espectadora, y eso crea la sensación de libertad y omnipotencia: dicha cantidad de opciones crea micro ambientes o burbujas en los que la obra aparentemente ha alcanzado a un público y recibe un elogio, (no necesariamente merecido). Como todos podemos producir, mostrar y comercializar alguna pieza y quizá encontrar espectadores que reaccionen ante ella, se genera un caldo de cultivo ideal para el ego y la ausencia de autocrítica, en el que es fácil perder de vista la calidad, el sentido y contenido.
Es entonces que conviene volver la mirada a los grandes hitos del pasado: personajes de más importancia tienen en común haber convivido y sido respaldados por otros artistas, mecenas, maestros u otros con una visión similar a la suya. Es en esa solidaridad que se encuentra la crítica, la competencia, el empuje para hacer de la creación artística un hecho significativo, dotado de un sentido más allá de la catarsis o el ejercicio narcisista.
Los talleres, los manifiestos, los colectivos, los movimientos funcionan con base en la retroalimentación, el perfeccionamiento de la técnica y el discurso, una visión similar en la búsqueda de objetivos, que pueden ser sociales, comerciales, estéticos, revolucionarios o de cualquier otra índole. Merece la pena recordar que en el encuentro se halla la fuerza para pulir cualquier trabajo y para insertarlo en una escena que se compone de tantos ingredientes, y que un enfoque ético y estético son una directriz en un cada vez más vasto universo de posibilidades.