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Cuento

Los días extendidos

Por EDUARDO MARCELEÑO GARCÍA

Qué insecto sería aquel que recorría la carne de Tomás cuando se estaba muriendo por una sobredosis de cocaína en el jardín junto a la alberca recién purificada, mientras sonaba alguna canción de banda a lo lejos, retumbando en golpes de cartón de la pequeña bocina en la cocina de sus papás, donde un par de días antes, junto a sus cinco hermanos, habían cocinado algunos camarones, pescado frito y arroz blanco. Comenzaba la Pascua y entonces todo parecía marchar bien.

Aquel sujeto del que hablo era mi primo mayor, y yo le quería mucho. También quería mucho a Tess P.A., pero de algún modo las cosas siempre se acomodan para que se haga a un lado aquello que amas y abrirle paso a eso para lo que viniste al mundo. Puede que esta sea la única forma en la que se vive.

Nadie viene y te avisa. Los sucesos verdaderamente importantes, como la muerte o las despedidas, llegan solas; tu primer hijo o el momento preciso de concebirlo se presentan sin otro anticipo que la sorpresa. Nadie viene a advertirte de ese tipo de cosas porque dudo que haya alguien que realmente se preocupe por los asuntos ajenos.

Mi primo Tomás murió a los 26 años un domingo de Pascua después meterse grandes cantidades de cocaína, como si estuviera compitiendo en un campeonato serio, en las Olimpiadas o el mundial de fútbol, así que, si el premio era morir, mi primo resultó ganador.

Recuerdo que todos en la familia estaban muy contentos momentos antes de que nos avisaran del hallazgo del cuerpo. Había gelatinas y pastel en la mesa, montones de mojarras fritas para quien quisiera comer, así llegara tarde y la hora de la comida hubiera pasado ya; aguas de fruta y latas de cerveza. Entonces llegó la noticia a un WhatsApp. No recuerdo quién fue el que paró todo para decirnos, el punto es que todo ese domingo y toda la alegría se fueron mucho a la mierda. Tal parece que el mundo es un lugar tranquilo hasta que lo peor de todo se asoma.

Tess P.A. se casó con otro, un sujeto que llegó de la nada. Creo que es heredero de una cadena de tiendas de electrónica. A juzgar por las fotos se trata de un chico muy guapo, de aire simplón pero bien vestido, tiene sus pantalones rasgados aunque bien planchados, y los tenis muy blancos, y casi siempre lleva camisa a cuadros al estilo grunge de los noventa pero sin llegar a tanto, es como si Kurt Cobain no hubiera llegado a suicidarse nunca y tuviera una gran sonrisa puesta en el rostro, es decir, como si Kurt Cobain hubiera sido olvidado y a nadie le importara en estos días. También tiene el cabello largo y rubio y unas gafas estilo wayfarer que le vienen, a qué negarlo, pero que muy bien. Nuestro amigo, el impostor, apareció repentinamente, como un santo en medio de la carretera cuando te has quedado sin batería y no hay nadie en el mundo que venga a ayudarte. Llegó justo cuando yo tuve que irme a buscar uno de esos tantos empleos que terminaba abandonando.

A veces pienso que Tess P.A. siempre lo tuvo planeado. Es como si hubiera nacido con una larga lista de pretendientes pegada a la espalda, sucediéndose uno a uno hasta dar con el indicado, pero con la maldición de no encontrarlo nunca.

Las mujeres no siempre saben quién es el indicado, pero son muy discretas en estos asuntos, y pasan lista tal como lo hacen las maestras en la primaria: tachando al impuntual, regresando al desalineado y palomeando al que hizo su tarea. Uno en estas cosas hace lo que puede a como puede, qué mentira puede haber en eso. Mi pesimismo me dice, en cambio, que estoy en el camino correcto y alguien en algún lugar me está esperando, pues formo parte de una entre miles de listas con candidatos formados. En fin, no estamos para compadecernos de nosotros mismos, no hemos venido aquí para hablar de eso.

Yo no pregunté nada en ambos casos, ni con mi primo Tomás ni con Tess P.A. y su brillante idea de matrimonio. No soy mucho de andar de bocón, y menos cuando se trata de algo realmente serio. Al dolor no se le pueden poner restricciones, solo se le permite entrar, instalarse y que se ponga de lo más cómodo. De otra manera lo inevitable termina consumiendo a aquello que se resiste, y entonces sí no hay nada en este condenado mundo que venga a salvarte.

Conozco a varios que hablan como locos cuando algo les molesta, y lloran y gritan, tiran insultos por donde caminan cuando se sienten solos. Para mí, en estos casos, lo mejor es no decir nada, porque andar pregonando las propias miserias se me hace algo tristísimo. Tengo la corazonada de que algún familiar del pasado, quizá mi abuelo, el más sabio de todos, debió heredarme esta única gracia que tengo que es quedarme callado cuando me pasan tonterías o cuando la gente que quiero se va para siempre. Yo le llamo “permanecer en mi punto de encuentro”. El encierro, en todo caso, es un mejor lugar cuando no tienes nada que decir y pasan todo tipo de cosas a tu alrededor que terminan desgarrándote como si fueras un pedazo de carne en el molino de un carnicero.

También conviene decir que sobra gente en el mundo que está dispuesta a pagar por verte en tu peor momento, y ya se sabe que a nadie le gusta que lo vean vulnerable. Estamos en una constante guerra entre la sensatez y el descuido. Todos los días caminamos sobre esa delgada línea que te separa de ser un héroe de silencios injustificados y un cobarde.

También hay buenos ratos, están ligados a uno como las estrellas están ligadas al cielo, solo que en mucha menor cantidad, algo más bien como los cometas pasajeros. Un día soñé que mi primo volvía de la muerte y me mostraba su auto nuevo, un deportivo color rojo escarlata al que podías mirarle el lujo y la velocidad por donde fuera. Salimos a correrlo por el bulevar durante la noche y en la parte trasera llevábamos una hielera llena de cervezas y hielo. En el estéreo sonaba Chalino Sánchez y mi primo me confesó que Nocturno a Rosario era su corrido favorito. También me dijo que esa canción era un poema escrito hacía muchos años, tiempo atrás de los días de Chalino, a manos de un escritor maldito que había muerto muy joven: el coahuilense Manuel Acuña. Después desperté y el sueño me pareció la cosa más preciosa de esa mañana.

Tess P.A. se casó un día y yo desperté, no como si se tratara de un sueño sino todo lo contrario. Me levanté con la claridad que da un mal día cuando la vida se muestra de frente con su tangible realidad mirándote a la cara, y aunque en un inicio fue duro, después me pareció que había tenido la mejor relación de ensueño que nadie pudo pedir nunca, ni siquiera el pobre imbécil de su marido. Apostaría un brazo a que el tipo no se ha enterado de la gran chica con la que se casó.

Los trabajos son lo peor de todo. Veo a mis dos mejores amigos perder valiosas horas trabajando en la Zona Industrial. Empiezan el día desde que amanece y lo terminan hasta que oscurece. A estas alturas es posible que se hayan olvidado de la luz del sol. Son como vampiros. Para ellos da igual si ha amanecido o se encuentran en medio de la madrugada. Dormir se ha vuelto un lujo para la mayoría, viven trabajando, pasan las noches como zombis o vampiros tristes de una película de Jim Jarmusch.

Algunos meses antes de saber que Tess P.A. se comprometería en matrimonio, le escribí una carta. Siempre que escribo cartas debe de haber un motivo realmente serio. Así que le escribí su carta a mano. Nunca escribo cartas en computadora, es decir, nunca escribo cartas. Creo que a Tess P.A. le he escrito la única carta real que pueda encontrarse dentro de los textos que se han quedado sin ser leídos, esos que a nadie le importan, y que han sido escritos con mi pequeña aunque valiosa colección de bolígrafos. (Puede que dentro de esa compilación de textos se ubique una especie de diario, hecho al desorden y, a qué negar, carente de elocuencia. Un diario personal que comencé escribiendo cuando escuchaba una frase genial en algún sitio o de la voz de un amigo o de mi propia voz, como esa que surge de mi cabeza cuando estoy ebrio y pienso, tristemente, que aquella visión repentina que se presenta en medio de la noche y con la mente intoxicada se trata de una idea increíble, para después, al despertar y con la resaca martillando la conciencia, descubrir la plenitud de la ingenuidad a la que se puede llegar cuando uno se atreve a ir más allá de sus propios pensamientos).

La carta la escribí y la envié cuando Tess P.A. y yo nos separamos. Ella se quedó en su natal Culiacán y yo regresé a San Luis Potosí. Nos prometimos conseguir el mejor de los empleos que nos viniera bien a ambos, aquí o allá. El primero en emplearse le avisaría al otro que empacara su mudanza cuanto antes, y así, juntos, vivir una vida habiendo cumplido con todas esas promesas que se hacen cuando no se tiene todavía nada. Envié la carta por correspondencia, a la vieja usanza, tal y como lo hacían los enamorados de antes. La carta decía lo siguiente:

Querida Tess P.A.:

Estoy estrenando una pluma Sharpie de un paquete de tres que me llegó en noviembre, creo que te las enseñé un día de oficina, te envié foto. Ahora estreno una de esas plumas. Escribo de todo, hasta le hago al cuento que dibujo unas caricaturas. Pero son realmente malas.

Entonces comienzo a redactar esto. Es una carta, creo. He escrito pocas cartas en mi vida. Y he enviado menos. Me hace ilusión que la tengas, por el mensaje escrito a mano. Puede que los defectos de mi caligrafía me lleven de regreso a Culiacán, aunque sea mientras lees este intento de carta.

Constantemente pienso en que algunas veces uno aplaza sus deseos. En ciertos casos hasta los matamos. No me gusta ser tan pesimista, pero hay momentos en que no da para más. Pero también a veces uno comete el error de matar lo que no debería haber muerto, o aplaza lo que debería estar llegando ahora mismo. Me refiero a los deseos más básicos como salir e ir por un helado, por ejemplo, o enviar una carta por correspondencia, como se acostumbraba antes.

A últimas fechas esta idea de los deseos muertos me ha dado muchas vueltas en la cabeza. Va y viene. Rebota. He pensado en eso porque tengo la impresión de que con cada día que pasa se vuelve más complicado reencontrarnos. Eso me entristece mares, pero no quiero que el deseo muera a manos de esta idea.

Verte de nuevo fue lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. La impresión fue enorme. No mentí cuando te dije que siempre te he querido. Que a falta de una palabra mejor, esto que siento por ti se llama amor.

Quiero que, de alguna forma o de otra, lejos o cerca, sigas siendo parte de mi vida.

Con mucho cariño,

Manto L.V.

Enero de 2020

Por si no lo he mencionado, mi nombre es Manuel, pero me puse a mí mismo el sobrenombre de Manto, me parece más original, y además ya hay un Manuel en mi familia, que es mi abuelo, y no podría por nada del mundo compararme con él, pues fue un hombre muy grande, y su nombre es igual de grande que él. Así que, por lo demás, mi nombre de pila es Manto L.V.

En la avenida que cruza frente a mi casa se encuentra el pequeño changarro de un abogado. Imaginemos que este abogado en otro tiempo fue un héroe, un paladín de las cortes, para ser más preciso. Hoy es un fracaso que ya solo sabe caminar sobre una misma banqueta. Ida y vuelta todos los días. De la casa a la esquina, de la esquina a la casa. La palabra ABOGADO está escrita en color negro sobre la entrada. Quizá él mismo hubo escrito aquel anuncio a mano alzada cuando todo empeoró, sin dinero para hacer las cosas de mejor manera. No hay señales de que nada vaya a mejorar para él. Nuestro abogado toma el desayuno a las dos de la tarde, cuando despierta del día anterior para seguir en lo mismo. Va en shorts y camiseta de tirantes, tenis Nike cubiertos de grietas y mugre. Y no lleva calcetas. Un anillo de oro –quizá el único recuerdo que conserva de buenos tiempos– destaca en el meñique derecho. El bigote es una delgada sombra apenas perceptible sobre su enorme boca. Lo arregla por la tarde o antes de irse a dormir, porque duerme tarde. No queda duda de eso porque tiempo le sobra, hemos dado cuenta. Este abogado es un inútil. No hace sino permanecer en la casa que también es su oficina. Mientras el tiempo corre, él mantiene, viva eso sí, la idea de algún día volver a ser el héroe de alguien. La idea nada más y no avanza, se estanca. Él ya se ha estancado lo suficiente para no poder darse cuenta. Su anillo de oro le pesa en todo el cuerpo por instantes, esos en los que se detiene a meditar en vano. Ha pensado en venderlo, en mejores momentos, en empeñarlo. Pero no ha decidido ni una cosa ni la otra. De a poco se resigna a conservar lo único que le queda. Nuestro abogado bien puede protagonizar una crónica genial de H. S. Thompson: vive en el mismo lugar donde trabaja y ambas cosas, vivir y trabajar, las hace mal. Porque de trabajo no tiene mucho y de vida acaso se ha enterado en los largos momentos de infructuosa meditación, que le persiste, que no se le ha rendido. Le suena interesantísimo el término aquel de Abogado del Diablo. Y sueña, en los momentos de gran lucidez, con algún día conocer al mismo demonio solo para correr a defenderlo, y volver a pisar una corte, y brillar el anillo de oro y la mejor versión de su bigote, y volver a ser héroe otra vez.

Reescribo mi historia. El pasado permanece como una rueda giratoria de dolor en mis adentros. Creo, por otro lado, que nosotros, los que escribimos…

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