Por: ELSA RODRÍGUEZ, JOSE J. ALVARADO, MALY GORDILLO y J. ISABEL HERNÁNDEZ
El pasado 20 de marzo David Ojeda hubiera cumplido 73 años. Por esa razón, cuatro de los integrantes del último taller que coordinara, prestan un testimonio memorioso de su paso por ese taller. Ciertas características lo hicieron singular y diferente de los demás talleres impartidos a lo largo de su ejercicio como coordinador de talleres literarios a través del país, la más destacable y atípica fue la edad de sus participantes, todos mayores de 50 años. El carácter polivalente de un taller con esas características es profundo y relevante, dentro de un sistema en donde los adultos mayores son atendidos cosméticamente, con poco o nulo espacio para expresarse. Abrir el Taller de escritura autobiográfica fue una oportunidad real, para dar voz a sus experiencias personales, desde una convivencia que permitió reconstruir y revisar los aspectos más significativos de sus vida, así como elaborar diversos discursos con valor literario, con una perspectiva más completa de sus aportaciones al entorno social.
El día de hoy han pasado más de diez años de la primera sesión que tuvo diversas acogidas en aquellos talleristas, como lo confirman los textos que abajo aparecen.
Aprovechando la ocasión incluimos el texto completo de cuarta de forros de la primera publicación en el 2015, surgida de dicha experiencia, Que la Infancia es destino (ISBN 978-607-7996-63-7).
El mes de septiembre de 2012 se puso en marcha el Taller de escritura autobiográfica del museo «Francisco Cossío». Alrededor de doce compañeros han asistido a él desde entonces, alguno de modo efímero o esporádico. Este libro, pues, representa tanto una meta alcanzada como una ventana para exhibir loa notables resultados de este taller: siete maneras distintas de enfrentar y saldar el recuerdo en la escritura. Se trata de siete vidas singulares y únicas engarzadas por una preocupación similar: recordar los rostros y las palabras y los acontecimientos que conforman nuestra existencia, desplegarlos y exponerlos después para que las nuevas generaciones encuentren parte de su sentido en el pasado que representamos para ellos. Porque el destino se avizora en la palabra y la infancia es destino. D.O.
Coincidir con David Ojeda
Elsa Rodríguez
Me enteré, por medio de una amiga, de un taller literario para personas de 50 años y más, que estaba por comenzar. Ella me dijo: –¡Vamos a ver de qué se trata! –, pues me comentó que había leído el anuncio en el periódico. Acudimos puntuales el día y la hora señalada al Museo Francisco Cossío.
Con aprensión por no saber a ciencia cierta qué íbamos a hacer, pero emocionadas y con curiosidad entramos en la biblioteca del lugar donde nos esperaba el maestro David Ojeda. Allí vi sentado a un hombre serio, adusto y con cara de pocos amigos, que enseguida me intimidó. Buscamos dónde sentarnos, lo más alejado posible. Poco a poco fueron llegando más integrantes, finalmente con voz suave y pausada se presentó y nos explicó el propósito del taller, empecé a pensar que me gustaría quedarme aún cuando no dejaba de temer a esa figura rígida que en ningún momento sonrió. Mientras nos presentamos, nos observaba a cada uno, escudriñando más allá.
En la segunda clase con tarea en mano, sintiéndome muy segura de lo escrito, llegué sola al salón, mi amiga decidió no seguir. Por turnos los alumnos leían, al terminar de leer su trabajo la reacción del maestro era implacable, por un momento pensé decir que no había traído la tarea para no escuchar su reacción, pero al mismo tiempo deduje que me iría peor. Leí mi escrito y recibí su comentario, entendiendo que en sus observaciones tenía razón y que yo debía corregirlo.
Al paso de los años, fui descubriendo a un hombre bueno, catalogado por otros como buen amigo, crítico y excelente narrador; con un montón de anécdotas que me fascinaba escuchar, me llevó de la mano para aprender a narrar historias de mi vida diaria, haciéndome recordar muchas de ellas olvidadas. Él seguía siendo duro en sus comentarios, pero ahora yo comprendía por qué, ya no le tenía miedo. Disfruté cada momento compartido, cada historia recordada y cada diablura de juventud reflejada en mis letras, lo que provocó en mí, el cariño, admiración y respeto por el gran personaje que fue.
¡GRACIAS MAESTRO DAVID OJEDA POR HABER COINCIDIDO!
El taller del Apartado
José J. Alvarado
Me llegó el rumor, ignoro si fue en plano onírico o fantasmal, de la existencia de un taller literario, que era célebre porque a él acudían los más destacados escritores, en ciernes, de la ciudad. Menciono la ya mítica personalidad del coordinador David Ojeda que sabido era de su muy estricta y rigurosa exigencia para con sus talleristas, además de una sarta de absurdas leyendas en torno a sus integrantes, por ejemplo: que más de tres se suicidaron, otros tres enloquecieron, los más fueron apoyados para publicar, no sin mérito alguno, algunos ganaron premios y más versiones por el estilo. Es decir, como en todo buen taller había arquetipos y estereotipos del mundillo de la literatura.
También se especulaba que su coordinador desahució, sin rodeos, con críticas y observaciones directas, no exentas de alguna crueldad, a muchos que no tenían un compromiso firme y sincero con la literatura, y a otros, los menos, con recomendaciones más suaves: «ya no vuelvas a traerme un texto así» o «por qué mejor no te dedicas a otro oficio»; sin embargo, tuvo seguidores que le aguantaron el paso hasta el fin de su vida un tanto prematura; el 9 octubre de 2016 y llegaron a convertirse en creadores con un estilo propio que siguen dejando huella en la cultura potosina.
También fue un académico con fama bien ganada; si bien era cierto que su saber era muy amplio, no se soltaba únicamente en la trasmisión de sus conocimientos teóricos; más bien, se detenía en la realidad de la vida, recreaba la anécdota y las enseñanzas prácticas, que se reflejan en su sentido de generosidad para con esa gran cantidad de escritores y poetas que establecieron lazos firmes con él.
Reconocido como una referencia de su tiempo, en espacios nacionales e internacionales con sus equivalentes, se distinguió también como traductor notable de figuras como las escritoras y poetas norteamericanas Sylvia Plath o Rae Armantrout. Era de esos que ponen de cabeza a las letras en el centro del debate, que en pocas palabras sintetizan un libro, y en una frase sentenciosa, un misterio. Su obra logró generar siempre atención e inquietud, debido a la quisquillosidad de su crítica, fue por muchos aplaudida, pues era de espíritu abierto en sus convicciones ideológicas. Férreo crítico de las imposturas, dueño de un temperamento poco común, le acomoda bien ser exigente consigo mismo y con sus alumnos. Por otro lado rechazado por deistas confesionales, como sucedió con la novela La Santa de San Luis, aunque estos últimos, nunca en su vida habían leído la obra.
David Ojeda fue de esos que al caminar por el mundo de la literatura, observaron el detalle de la cotidianidad y lo sublimaron para transformarlo en un mundo paralelo con la magia de la escritura. Su presencia imponía, al igual que su rigor crítico. Supo ser amigo, compañero, buen maestro, hombre leal, honesto y sincero.
Y a sabiendas de todo lo anterior, entonces, me entró el deseo perturbador, digo perturbador porque era de una insistencia inusitada para estudiar en su taller, considerado como “exclusivo”. –«Es él, allá va»– me dijeron aquella vez.
Fue una mañana del 2012 cuando lo vi atravesar la Plaza Centenario del Centro de las Artes, corrí sobre la cantera para alcanzarlo. Le dije con el temor de un principiante:
–Maestro, disculpe, ¿me puede admitir en su taller de literatura?
Sin dejar de caminar, me clavó la mirada, sentí un desdén y escuché su voz:
–Por ahora no, porque los talleristas ya van muy adelantados. Cuando se abra la convocatoria para “Escritores de 50 y más”, si cumples con lo necesario, te recibo.
Ya una vez admitido, tuvimos las sesiones del taller en la biblioteca del museo Francisco Cossío, o en el Apartado como le llamábamos a otro de los lugares de la institución, casi en la clandestinidad, pues, ya en la noche eran como un misterio. Los integrantes accedían por una puerta secreta en el segundo piso. Los miembros se aproximaban con sigilo y respeto, a la manera de los iniciados que llegan al templo espiritual, donde, como secta, se rinde culto a la inteligencia en ese sitio de libros; y, la palabra en honor al célebre escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, considerado el fundador de los talleres literarios en San Luis Potosí.
El maestro David Ojeda procuraba que los talleristas no fueran clones de él, sino que florecieran por sí mismos como retoños originales, convirtiendo esto último en metáfora como parte del significado de su vida, en una ambientación luminosa, con un final abierto y un tiempo interior eterno para cada uno. Por eso, ahora que lo recuerdo, si mi querido maestro leyera estas palabras, tal vez me diría con la firmeza que lo caracterizaba: ya no vuelvas a traerme un texto así.
La memoria en la palabra escrita
Maly Gordillo
Para muchos, el maestro David Ojeda fue reconocido como un gran escritor, para mí, el cincelador que fue esculpiendo, de la roca de mis recuerdos, de los más recónditos de mi infancia, para ayudarme a darles forma a través de hojas en blanco, hasta llegar a adquirir el valor de una obra. Siempre le daré gracias infinitas por ayudarme a reconocer, en su guía, el valor que tiene mi vida y el que adquiere en la memoria que deja la palabra escrita.
Nota: cabe destacar que gracias a José Isabel Hernández y el tesón que mostró para pulimentar su estilo literario en el taller dedicado para jóvenes escritores emergentes, el maestro David Ojeda reconsideró crear un espacio dedicado para alumnos de 50 años y más, del que nació el Taller de creación autobiográfica, en septiembre del 2012. De este, inicialmente fueron alumnos y fundadores, José de Jesús Alvarado Elsa Rodríguez y Maly Gordillo, que aquí narran sus experiencias, además de otros talentos que bajo el apoyo del coordinador publicaron el libro resultado de esa experiencia, titulado: Que la infancia es destino, en 2015. Obra que da fe, en voz del propio maestro Ojeda: “Se trata de siete vidas singulares y únicas engarzadas por una preocupación similar: recordar los rostros y las palabras y los acontecimientos que conforman nuestra existencia, desplegarlos y exponerlos después, para que las nuevas generaciones encuentren parte de su sentido en el pasado que representamos para ellos. Porque el destino se avizora en la palabra, y la infancia es destino”.
El taller del maestro David Ojeda
J. Isabel Hernández Martínez
–Chango viejo no aprende truco nuevo.
Eso recuerdo con claridad del sábado de la primera semana el mes de mayo del 2002, cuando un amigo y yo, llegamos al taller de creación literaria coordinado por el maestro David Ojeda, que se impartía en la entonces Casa de la Cultura, hoy museo Francisco Cossío. Nosotros dos, ya maduros, pero con los deseos de poder escribir con mejores técnicas. Llegamos, saludamos – nadie de los jóvenes talleristas contestó el saludo – sólo el maestro, que con un ademán señaló donde nos sentáramos. Todos en silencio. Al fin, con su voz tranquila, le preguntó a mi amigo:
–Cómo te llamas, y a qué vienes al taller?
Le dijo su nombre, edad, y las expectativas que buscaba para escribir mejor.
–Y ¿qué escribes?
–Poesía y cuento.
–¿Traes algo de tu obra?
–Sí.
Mi amigo le entregó su trabajo.
El maestro David lo tomó. Detenidamente le dio lectura en silencio; después, le regreso el texto. No dijo más.
–Y tú, cómo te llamas, y qué deseas encontrar en el taller. ¿Traes algo que hayas escrito?
Me levanté, le entregué las dos hojas escritas a máquina. Le dije mi nombre, mi edad y que tenía intenciones de aprender a escribir poesía y cuento.
Siguió leyendo el trabajo. Después, con tranquilidad y entregándome las hojas donde estaba mi obra, dijo con cierto disgusto, la sentencia que arriba menciono.
«No admito personas adultas en mi taller, pues, por lo general llegan con vicios en sus composiciones que jamás podrán dejar. Y aquí no se viene por técnicas de escritura. Los que asisten ya deben saber escribir. Sólo pulen las técnicas, ya sea en poesía, cuento, novela o
ensayo. Les recomiendo que busquen otros talleres para iniciados. Existen varios, la mayoría son buenos.»
Todo el lugar se llenó de silencio. Mi amigo estaba que se lo llevaba el coraje, pues, le brotaba lo incómodo en cada movimiento.
Se terminó el tiempo de la clase. Los dos salimos con la cara pálida de vergüenza.
Mi amigo jamás regresó. Yo seguí asistiendo. Pasaban las sesiones, los días, y cada una era una lección importante para mí, porque escuchaba expresiones desconocidas como aquello de: lugares comunes, texto farragoso, cacofonías, inverosimilitud, demasiado oscuro, tono decimonónico, etc.
Así, de esta manera, poco a poco fui conociendo a mis compañeros y compañeras. Cada cierto tiempo llegaban nuevos interesados, hombres y mujeres de todos los niveles sociales y aunque jóvenes duraban poco. No les agradaba la exigencia del maestro; aguantaban la sesión por compromiso. Y sino, el maestro les decía que se retiraran. Unos simplemente se iban, otros se salían maldiciendo, incluso, llegaban a azotar la puerta debido a la franqueza del coordinador en relación con un texto mal escrito, pretencioso o de plano falso.
Poco a poco fui tratando a los integrantes del taller. Eran alegres, desinhibidos, amigables, humanos. El maestro comprendió que yo tenía mucho interés por lograr saber escribir historias; tanto que alguna vez me comentó:
–Isabel, no escribas poesía, ni cuentos tétricos. Haz el esfuerzo de narrar todo lo que me has platicado –, porque, por lo general, yo llegaba antes que todos, y le compartía al maestro parte de mis vivencias; y me replicaba, –precisamente, son tus vivencias, así como me lo dices. Que ellas hablen, que cada uno de los personajes actúe en forma natural. Ahí tienes una novela. Quítale el velo de los prejuicios, déjala que conozca la luz.
Todos lo seguíamos. Nos corrieron de la entonces Casa de la Cultura. Nos fuimos a Bellas Artes y después, por no sé qué motivos, regresamos a la cafetería del hoy museo Francisco Cossío. Nos volvieron a correr y ya entonces, el maestro nos invitó a su casa. De ahí no salimos. Vivimos excelentes reuniones. Se leyeron buenos y malos trabajos.
Ya en los descansos posteriores al riguroso trabajo del taller, había reuniones en las que se derrochaba jovialidad, compañerismo, respeto para todos. Se hacían bromas, se contaban chistes, cantábamos; había bebidas espirituosas y carne asada.
En una ocasión el maestro me preguntó:
–Cómo te tratan los muchachos? Porque, por su edad, son irreverentes.
Yo le contesté con la verdad:
–Bien. Muy bien. No se meten conmigo. O por lo menos no me lo dicen de frente. Yo los respeto.
Ya pasado el tiempo, la salud del maestro empezó a decaer, así lo noté. Y por esta razón, en ocasiones me pedía que fuera por él y que lo regresara a su domicilio, yo lo hacía con mucho gusto. En estas ocasiones platicábamos de nuestras raíces; de nuestras familias, lugares de nacimiento, triunfos y fracasos personales. De todo esto, surgió mi novela La deuda (ISBN: 978-607-9165-69-7). Tanto me insistió que ahí está, por lo que le estoy muy agradecido por sus consejos, sobre todo los orientados a la escritura de esta obra. Fue un triunfo para mí. Reitero: aquí está. Y como él decía: lo escribo porque tengo el derecho, la libertad y la obligación, por ser escritor.
Aún hoy resuena en mi mente: «Chango viejo no aprende truco nuevo», cuando llegué al taller y su recibimiento aparentemente hostil, porque cuando uno lo conocía a fondo, descubría enseguida al humanista generoso con los jóvenes, no porque todavía tuvieran la posibilidad de aprender maromas nuevas, sino, más bien, porque en esa edad, decía, él, se vive la precariedad económica, la falta de atención, de orientación y sobre todo de confianza y apoyo, particularmente para los que se inclinan por el mundo del arte en general.
Cuando la maestra Laura Elena González, solicitó que alguien fuera a estar con él, mientras llegaba el enfermero que lo atendía, yo me ofrecí para hacerlo con mucho gusto y respeto.
Recuerdo a los compañeros del taller con quienes pasé momentos de alegría y satisfacciones, los menciono no en orden de importancia ni alfabético. Me disculpan si olvidé a alguien.
Laura Elena González, Nicolás Minelli, Jesús Navarrete, Cristian Ramos, Violeta García+, Rocío Arellano, Juan Félix Barbosa, Noé Zavala, Adela Carreño, Roberto Colis, Julián Mitre, Francisco Velázquez, Alberto Valladolid, el también maestro Félix Dahuajare, María Luisa Otero, Daniel Bencomo, Citlalli Mendoza, Miguel Díaz, Diego Romo y Juan Antonio Alfaro…
Siempre conservo aquí en mis recuerdos la imagen del maestro David Ojeda, en medio de este silencio eterno y frío que se ha vuelto su ausencia física. Hoy le guardo toda mi consideración a su memoria.
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