POR FRANCISCO VELÁZQUEZ
Una de las novelas que leí mientras estudiaba un posgrado en Literatura Mexicana del Siglo XX en la UAM-Azcapotzalco fue Andrés Pérez, maderista, de Mariano Azuela. Además de que su lectura me introdujo en los estudios de la novela de la Revolución Mexicana, leerla hizo que recordara el inicio de mi formación como lector, pues fue un libro de Azuela, Los de abajo, el primero que recuerdo haber leído por voluntad propia.
En aquel entonces era el año 2002, tenía 18 años, vivía en San Luis Potosí, me había salido de la carrera de contador público porque quería estudiar Ciencias de la Comunicación, y estaba trabajando en un Kentucky Fried Chicken. En esa época estaba fascinado con la música ska y una de las bandas que más me gustaba era Los de abajo. Los había descubierto hurgando entre el tumulto de discos piratas que había en un puesto de la avenida Eje Vial, en el Centro Histórico de San Luis, frente al edificio de Seguridad Pública.
Como mi trabajo quedaba por esa zona del centro, cada día, antes de entrar a trabajar, acostumbraba a ir a ese puesto de discos y me quedaba a platicar con Andrés, propietario del local (hasta ahora que escribo descubro la coincidencia de su nombre con el título de la novela de Azuela que motivó la escritura de este texto). Uno de esos días Andrés me consiguió un disco de Los de abajo titulado Cybertropic Chilango; por él supe que esa banda se llamaba así por el libro de un escritor que se llamaba Mariano Azuela.
Aunque nunca había escuchado el título de ese libro ni el nombre del escritor, enseguida quise leerlo porque quería descubrir qué había motivado a que la banda que yo escuchaba se llamara así. Sin ser consciente de que en esa época de mi vida todas mis lecturas habían sido por motivos escolares y nunca por voluntad propia, con uno de los primeros sueldos que recibí en el KFC en el que trabajaba compré ese libro de Azuela.
Ahora que tengo 38 años, ir a comprar un libro es algo común para mí, pero en aquel entonces recuerdo que la única librería que yo había visto era “El Quijote”, ubicada en la calle Álvaro Obregón. No recuerdo cuánto me costó el libro, seguramente menos de la mitad de lo que ganaba en ese trabajo, 500 pesos semanales, pero lo que sí recuerdo fue haber pensado que con ese dinero bien pude haberme comprado varios discos de ska en vez del libro.
Aunque recuerdo que acostumbraba a sentarme en una plaza del centro de San Luis a leer esa novela, ahora que escribo, veinte años después, descubro que no tengo presente en mi memoria fragmentos o pasajes de ese libro que sean reveladores para mí: ni si quiera recuerdo cuál es la trama que se cuenta. En ese sentido, el libro de Azuela es significativo para mí no por el acto de haberlo leído, sino por el de haberlo poseído y tenido en mis manos.
Sylvia Molloy llama a esto la pose de lector: leer también se trata de posar, en este caso como lector, es decir, verse y ser visto con un libro en la mano. Recuerdo que cuando me sentaba en esa plaza del centro de San Luis Potosí, más que el acto de leer, lo que me interesaba era que los demás se dieran cuenta cuál libro estaba leyendo: quería que la gente me viera vestido con el uniforme de KFC y leyendo un libro que se llamaba Los de abajo.
De esta forma, mientras leía las obras que nos dejaban en las clases del posgrado, me di cuenta de que muchas de esas lecturas dialogaban con el lector que alguna vez fui o sigo siendo. Por eso en este texto y otros similares que escribiré pretendo esbozar mi perfil como lector; mi intención es recordar algunas de las lecturas más significativas que por alguna razón me acompañan hasta ahora. Sin embargo, sé muy bien que, al escribir esos recuerdos, como dice Molloy, seguramente los amplíe y los invente para construir una autobiografía como lector, pues bien lo dice Ricardo Piglia: uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas.
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