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Ensayo

Autobiografía de un lector VII

Por FRANCISCO VELÁZQUEZ

Una vez una roomie que vivía en el mismo edificio que yo me dijo que si podía ir al metro por ella en la noche, porque iba a salir tarde de su trabajo y le daba miedo caminar sola desde la estación UAM-Azcapotzalco hasta donde vivíamos. Aunque a mí también me daba miedo caminar en la noche por esas calles, le dije que sí y fui por ella poco antes de las doce de la noche. Durante el trayecto caminamos con los brazos enlazados, hablamos poco y avanzamos rápido porque teníamos miedo de encontrarnos a alguien en la calle: las tiendas y los puestos ambulantes de comida ya estaban cerrados. Sin embargo, esa noche distinguí la diferencia que representaba el hecho de que yo como hombre fuera caminando con ella en la noche. Hasta ese momento me di cuenta de que esa condición podría hacer que alguien desistiera de asaltarnos, a diferencia de lo que pudiera ocurrir si ella hubiera caminado sola.

Una de esas noches que fui por ella al metro, mi amiga me preguntó cómo me había ido en la escuela. En esos días yo estaba leyendo El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, porque era la lectura que íbamos a comentar en una clase del posgrado que cursaba en la UAM. Le conté de qué trataba el libro y también algo sobre la vida de Liliana. Quise contarle que buena parte de los espacios y escenarios se desarrollaban en Azcapotzalco y en las estaciones de metro que comúnmente ella y yo utilizábamos, Tezozomoc, Ferrería, Azcapotzalco, El Rosario, pero sabía que no era ideal contárselo mientras caminábamos entre calles oscuras.

Recuerdo que unos días antes de que leyera el libro de Rivera Garza yo había ido al Parque Tezozomoc un domingo por la mañana. Antes de salir había buscado una ruta para llegar caminando, porque desde que vivo en Ciudad de México me he acostumbrado a utilizar Google Maps. Elegí la ruta que me pareció más conveniente: enfilé sobre avenida Refinería Azcapotzalco, luego crucé 16 de septiembre, después caminé en línea recta sobre la calle de Mimosas hasta Aquiles Serdán, finalmente di vuelta a la izquierda en Hacienda del Rosario. Era la primera vez que caminaba por esas calles: me sorprendió que estuviera tan cerca del Estado de México. En el parque me quedé leyendo Return ticket, de Salvador Novo.

Unos días después de haber ido al parque, leí El invencible verano de Liliana. Mientras iba leyendo y descubría que la narradora se desplazaba por los mismos lugares de Azcapotzalco que yo caminaba y conocía, sentía que el libro me estaba hablando directamente a mí y que había sido escrito para mí. Lo mismo pasó enseguida que descubrí que la casa donde Liliana vivía, y en la que fue asesinada por su novio, era en la calle de Mimosas #658: por donde yo había pasado una semana antes. Recuerdo que en el momento en que leí el nombre de esa calle en el libro sentí un vacío en el estómago y un escalofrío en mi espalda. “Este es el territorio de Liliana. Todo esto alguna vez fue tocado por sus ojos”, dice la narradora en alguna parte. Ese también era el territorio de mi amiga y el mío, todo eso también alguna vez fue tocado por nuestros ojos.

Yo no sabía la historia de Liliana cuando caminé por esa calle. El nombre se me había quedado grabado porque lo asocié con el nombre del cóctel, pero también porque mientras caminaba por ahí percibí una sensación de alerta que regularmente experimento si camino por las calles de un barrio popular que no conozco. La calle era muy estrecha, la banqueta muy angosta y había árboles que tapaban la vista. Siempre que paso por lugares así acostumbro sacarme las manos del pantalón para aguzar la vista y el oído. Hice lo mismo cuando regresé del parque porque caminé por la misma ruta.

Por supuesto que no le dije a mi amiga que la casa en la que Liliana fue asesinada por su novio en 1990 quedaba más o menos cerca del edificio en el que vivíamos: sabía que el escenario en el que caminábamos no era el ideal para contarle algo así. Afortunadamente no nos pasó nada ninguna de las veces que fui por ella al metro en la noche, a pesar de que en la colonia donde vivíamos frecuentemente ocurría algún hecho violento. Según datos del Semáforo Delictivo de la Ciudad de México, los mayores casos de violencia que ocurren en la alcaldía Azcapotzalco son en las colonias El Rosario, Ampliación San Pedro Xalpa, Santiago Ahuizotla, San Andrés y San Martín Xochináhuac: las últimas tres quedan en las inmediaciones de la colonia donde vivíamos, Reynosa Tamaulipas. En una búsqueda que hice en internet encontré notas de prensa que consignan el registro de seis feminicidios en la alcaldía Azcapotzalco durante 2022, año en el que mi amiga y yo nos conocimos.

Durante el tiempo en el que viví en Azcapotzalco también me enteré de varios incidentes que ocurrieron en la colonia Reynosa Tamaulipas: sobre todo cateos en casas con droga y armas, y robos con armas blancas y de fuego. Varios medios reportaron en diciembre del año pasado el asesinato del dueño de una pizzería que estaba a una cuadra de donde yo vivía. Recuerdo algo que me pasó una vez que salí en la noche a una Bodega Aurrera. Aunque no acostumbraba a salir después de las nueve de la noche, esa vez necesitaba sacar dinero en efectivo. Casi siempre elegía la misma ruta: avanzaba sobre Gasoducto, luego doblaba a la derecha en Pozo Pedregal hasta Tepantongo. Sin embargo, antes de la esquina entre Pozo Pedregal y Tepantongo me di cuenta de que dos jóvenes corrían en dirección a la calle Ticomán, en la colonia San Andrés, una de esas colonias peligrosas identificadas por el Semáforo Delictivo de la Ciudad de México. Cuando vi correr a esos tipos me dio la impresión de que alguien se estaba peleando y que ellos estaban escapando; o bien, que ellos estaban siguiendo a alguien. Enseguida vi a un señor de unos cincuenta años corriendo detrás de los jóvenes. El señor volteó a verme, preguntó si observé a dónde se habían ido ellos, pero no le contesté.

Ignoré lo ocurrido. Seguí caminando hasta la Bodega Aurrera. Antes de entrar descubrí que la cortina de la tienda estaba entreabierta. Entonces dos vigilantes me gritaron: ¡métete, están disparando! Acto seguido corrí hasta la tienda: los trabajadores de seguridad cerraron la cortina apenas entré. En el interior se percibía un ambiente de pánico e incertidumbre. Una señora tenía abrazado a su hijo de diez años. Como yo no sabía lo que había ocurrido, la paranoia se me disparó: divagué y pensé en posibles escenarios catastróficos. Creí que un convoy armado iría a rafaguear la tienda. Sentí que mi corazón me golpeaba como si fuera un martillo hidráulico de retroexcavadora. Lamenté haber entrado a la tienda; pensé que mi vida dependía de aquella decisión. Caminé entre los pasillos para tranquilizarme. Entonces presté atención al relato que una señora, la que tenía abrazado a su hijo, le estaba contando a otra señora.

Por lo que alcancé a escuchar, dos tipos asaltaron la tienda: en medio del robo dispararon con un arma de fuego. Cuando la señora contó eso, volteó a ver a su hijo y le dijo: ¡sentí que el disparo pasó cerca de nosotros! El niño se soltó en lágrimas y abrazó a su madre. Enseguida el personal de seguridad entreabrió la puerta porque alguien tocó la cortina: era el señor que me había preguntado si había visto a dónde se fueron los otros tipos. Hasta entonces comprendí todo. El señor les dijo a los de seguridad si se animaban a perseguir a los asaltantes, uno respondió que sí, el otro se quedó pensándolo. Aproveché ese instante para salir de la tienda. Caminar entre las calles oscuras de la colonia Reynosa Tamaulipas me hizo sentir más tranquilo que en el interior de la Bodega Aurrera. Antes de llegar a mi casa compré una lata de Carta Blanca en una tienda que aún estaba abierta. Apenas llegué al edificio escondí la lata debajo de la sudadera para que las cámaras de vigilancia del edificio no me descubrieran, porque no estaba permitido tomar bebidas alcohólicas. Sentí el golpe de calor enseguida que abrí la puerta de mi habitación. Me recosté. Abrí la cerveza: di el trago más largo que pude. Guardé la lata vacía en mi mochila porque si la dejaba en el bote de basura del edificio el personal de limpieza la encontraría y me delatarían. Hasta entonces sentí que mi ritmo cardiaco se normalizaba.

Fueron pocas las veces que mi amiga salía muy noche de su trabajo. Después ella comenzó a pedirme si la podía acompañar al banco, a la despensa, o al centro de Azcapotzalco. A veces que iba por ella en la noche yo compraba unas cervezas en lata antes de ir al metro y otras ocasiones mi amiga traía una pachita de mezcal: nos tomábamos un par de shots mientras caminábamos, supongo que para darnos valor y caminar por las calles oscuras. A pesar del vínculo de amistad y confianza que estábamos construyendo, con el paso del tiempo, pienso, ambos hicimos cosas que no supimos comunicar y dejamos de hablarnos. Aunque yo sabía que ella me estaba pidiendo que la acompañara a esos lugares para no sentirse sola, también me había dado cuenta de que hubo atracción física entre ambos desde el momento que nos conocimos. No obstante, pensé que no era adecuado aprovechar esos momentos para flirtear: quizá eso era lo que mi amiga me estaba dando a entender. Con ella me pasó lo que suele ocurrirme cuando establezco vínculos de amistad y afectivos con chicas: nunca le dije qué era lo que yo buscaba o quería; tampoco le pregunté qué era lo que ella buscaba en mí. Ella pudo preguntármelo: supongo que esperaba que yo tuviera la iniciativa. Yo me sentía agusto con ese vínculo de amistad que habíamos construido, pero nunca se lo dije.


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