Por EDUARDO L. MARCELEÑO GARCÍA
«Me mataron los murmullos»
Juan Rulfo
«Más vale apretar los dientes y callar»
Cesare Pavese
Afuera, somos parte de un rumor. Nos acercamos a la ignominia si callamos. Callar es nuestra virtud, porque no hablamos con cualquiera de cualquier cosa. A veces es mejor así, atrincherarse en el silencio como si fuéramos mudos, a sabiendas, desde luego, que contamos con la capacidad del habla, escondida, como una preciosa pistola dentro la bota. Hemos entrado en territorio minado. Es mejor andarse a las prevenidas antes de abrir la boca.
Entrar en la fuerza del espíritu, pasar por la inevitable guerra, contemplar el insoportable hastío, y finalmente encontrar la paz. Camus lo tenía más claro.
El hombre solo que se sabe solo lleva ventaja frente a los demás, quienes se encuentran igualmente solos entre toda esa multitud que se resiste a aceptar su soledad. La diferencia entre quien se sabe abandonado y el resto, es que los últimos se niegan a reconocer que esta es la única forma de vida.
Por eso callar es nuestra virtud.
Pavese dijo: «Algún antepasado nuestro debió encontrarse muy solo –un gran hombre entre idiotas o un pobre insensato– para enseñar a los suyos tanto silencio.»
Escribo esto no sin imaginarme el peligro que corren nuestras ideas al momento de expresarlas con palabras. Se confunden, se rompen, o juegan en contra de nosotros como las balas de un artefacto suicida. Toman así nuestros pensamientos, el rumbo de acabar con todo si se revelan.
Elegir el silencio no es algo para todos. Menos aun cuando de manera inesperada llega a la mesa el tema de la tragedia: que si el accidente de autos aplastó e hizo sándwich a los conductores; que si un montón de cuerpos desmembrados yacen expuestos sobre el cruce de la avenida; que si la guerra en Ucrania ha arrasado con otra ciudad matando hombres y niños. Mujeres violadas y el Estado hecho trizas. El ataque en contra de un joven que, en la plenitud de su vida, le dejó muerto, tirado sobre la banqueta con una gran sonrisa puesta en el rostro. Etcétera.
Si a la gente le gusta hablar, callar es nuestra virtud, así se esté muriendo de hambre Somalia.
Callar es nuestra virtud. También me acuerdo de Victoria, una ciudad maltrecha, arrasada por el crimen durante la absurda guerra de nosotros en contra de nosotros mismos. Silenciosa, mantiene en sus muros la marca de las llamas, y los agujeros de bala permanecen como un siniestro recordatorio de lo que fuimos. He tratado de enhebrar cada detalle de la ciudad con palabras, pero el silencio es sepulcral. Allí, cuidar los pormenores puede salvarte la vida, y callar, por más virtud que sea, no debe ser exceso. Me lo dijo Pinto, un local de allá que conocía el pulso de la violencia con exquisito entendimiento de las armas, la mente criminal y el noreste de México: “Tienes que socializar, muchacho, si te ven demasiado callado por aquí, te lo tomarán a mal, y entonces puede que se ponga feo”. Supongo que así se equilibran las cosas.
El otro día leí en Twitter que alguien estaba pero que muy abrumado por la extrema ola de violencia en su ciudad y que pensaba cambiarse a otra más tranquila porque todo este asunto le imposibilitaba “habitar la noche” como él deseaba. En esta misma línea de desesperación por parte de estos habitantes nocturnos, leí otro tuit de alguien que suplicaba ayuda a un conductor de la televisión nacional.
Ambos tuits eran tristísimos, ambos tuits también eran nauseabundos. Pensé: «Así que estos son los residuos lamentables de la caída de mi generación», alardeando, desde luego, como si yo fuera el personaje célibe de alguna novela de Houellebecq, resignado y desvinculado del mundo y sus problemas. Pero es que, ¿qué clase de imbécil se piensa que cambiándose de ciudad escapará del crimen nocturno? O acaso peor: ¿De qué tamaño es la dignidad de una persona que se atreve a pedir ayuda humanitaria a un conductor de televisión nacional vía Twitter? Somos la generación de la derrota, qué duda cabe.
En la película “The Outfit”, un sastre inglés vive desde hace algunos años en Chicago, donde estableció su sastrería. Allí, miembros de la mafia irlandesa utilizan la tienda para enviarse mensajes cifrados y planificar los ataques en contra del grupo rival, volviéndose el sastre un rehén de las actividades del crimen. Entonces alguien le pregunta por qué no se marcha a otro lugar y se aleja de los abusos de la mafia, a lo que él responde: “hay cosas que pasan en cualquier lado, no importa en dónde te encuentres”.
Con motivo de su última novela “Cualquier verano es el final”, y tras haber sobrevivido a una operación a vida o muerte por un tumor cerebral, Ray Loriga dijo: «Sentí alivio cuando supe que el tumor no era culpa mía».
También he pensado en escapar, a qué negarlo. La idea del exilio me suena de lo más romántica, me entusiasma la sensación de extrañar el lugar que dejaré atrás, así encuentre los mismos problemas en el siguiente destino.
La gente que habla necesita del beneplácito de los demás, el alarido cobra fuerza en manada. Aquí es donde todo va a peor con quienes deciden conservar el silencio intacto: si no eres cómplice del tedioso alegato, entonces eres un agente externo para las masas, ese elemento extraño que se ha pronunciado en contra de su aparente causa por medio del silencio.
Sobra decir que aquel nivel de conversación de fácil acceso está por debajo del silencio sublime, el cual, a través de sus texturas y matices, manifiesta estoicismo y fuerza. Callar es la virtud que permite otear el paraje en llamas desde la tranquila colina de la sensatez. Arde a lo lejos la molesta algarabía del exterior.
También conviene decir que este silencio genial tiene la facultad de desatar la furia de los demás, es decir, de la gente que habla, convirtiéndote en blanco de acusaciones, señalamientos y persecuciones, tan solo por callar.
Lo cierto es que la maldad, el crimen y la muerte siempre van a convivir entre nosotros. No depende de lugares ni de personas, es la misma dinámica social la que nos empuja a esa lotería donde todos tenemos nuestra bola dentro de la tómbola. La suerte está echada, y se presentará ante nosotros tocando nuestra puerta para bien o para mal.
Puede que el morbo y el protagonismo sean primos hermanos, y se lleven tan bien cuando tiempos ominosos se ciernen sobre los demás y no en uno. Así que manifestar indignación es lo más indigno. Hablar sobre lo que se desconoce se reduce a ser la muestra vulgar de alguien cuya vida ha deambulado en tonos grises y encontró la oportunidad para mostrarse como lo que siempre ha sido: un digno representante del triunfo de la vanidad sobre la prudencia.
Es necesario aclarar que la empatía es un valor escaso en estos días. Son más los que necesitan de reflectores que aquella valiente minoría que sufre y resiste día a día su propia tragedia, capaz de asimilar la tragedia ajena y de mostrar respeto frente a ella.
En Guaymas entré en un bar. Al fondo, un viejo bebía vasitos de bacanora en silencio. Logramos cruzar algunas palabras. Noté que el viejo andaba tristón. Quise aproximarme, un error del que nunca tendré reivindicación. Al despedirse, el viejo dijo: «Entre tú y yo habrá siempre respeto, pero no te metas nunca con el llanto ajeno».
Hay quien dice que hablar es una herramienta. A veces uno usa la herramienta y nadie entiende nada.
Escribo consciente de que un escritor no tiene la obligación de entender el mundo, ni todos los puntos de vista, tan solo necesita entenderse un poco a sí mismo. Puedo decir, entonces, que callar siempre me ha llevado a mejor puerto.
Hace unos años conocí a una muchacha que nunca hablaba, y cuando lo hacía era la cosa más preciosa del mundo. Solía visitarla de vez en cuando, me encantaba estar ahí para intentar descifrarla. Un día me dijo algo en palabras de Cesare Pavese que no he podido sacar de mi cabeza: «callar es nuestra virtud»
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