Laura Elena González
También los libros tienen su momento de llegada. Jorge Humberto Chávez me regaló el libro Los segundos y los días, de Enzia Verduchi hace unas pocas semanas, ya para finalizar el 2020, este año en el que nuestra olvidada vulnerabilidad quedó patente en todo el mundo.
Los textos de este volumen confirman –tal vez una verdad de Perogrullo– la existencia de la máquina del tiempo desde tiempos inmemoriales; es decir, se originó con el lenguaje, cuando alguien dijo algo semejante a la palabra “ayer” para indicar algo memorable, o tuvo un deseo para “mañana”. ¡Eureka! Esta certeza se refuerza a cada instante, sobretodo cada vez que leo o escucho noticias, estas siempre narran lo ya acontecido. Sin embargo, cuando lo que leo o escucho es mi presente, siento, río, me enfado o lloro en presente. Algo similar me sucedió al leer este breviario sobre el temblor, pero con un acento de urgencia extendida en el tiempo.
La herencia que nos han dejado los temblores es amplia y es también fuente de estudios sesudos. Hemos aprendido protocolos, cuestiones prácticas, hacemos simulacros para saber cómo reaccionar, guardamos información importante y algunas herramientas que descubrimos pueden hacer la diferencia en el futuro. Pero hay algo más importante que hemos descubierto y que late en estas líneas rescatadas por Enzia Verduchi: es un subrayado: No olvidar.
Recordar que la solidaridad surgió de manera espontánea, la confianza en la acción de la ciudadanía fue el lazo que más unió. Todos fueron brigadistas; pero la desconfianza en los partidos y sus políticos, también; de ahí el “No dejen en manos ajenas la ayuda”, porque sabemos que la ocasión hace al ladrón. Fueron los menos, pero los hubo: pillaje que también es detectado por las redes y se advierte a tiempo para que no progrese. La regla fue comunicación verificada y efectiva, no divulgar información errónea, no causar pánico.
Conforme fui adentrándome en los segundos -–y es literal— los días se volvieron eternos. Al recordar la emergencia sentí que existe una herida que marca a unos y una cicatriz-recuerdo a otros, de lo vivido en esos segundos y de los días inmediatos que cambiaron la vida de millones. Es muestra de un compromiso asumido para no olvidar.
Considero que vivir en la Ciudad de México es una de las mejores maneras de comprobar la diversidad de nuestro país. Pedacitos de una variedad de regiones geográficas son acarreados por sus habitantes en su habla, su comida y su carácter. Pues todo eso es una amalgama de país, de solidaridad que se ha manifestado en diversos momentos para literalmente salvar a la ciudad y, en este caso, a comunidades tan alejadas en los estados de Puebla, Morelos, Tlaxcala, Guerrero, Oaxaca y Chiapas. No olvidar.
De esto se trata esta crónica de las redes sociales que nos llega gracias a Ficticia Editorial, para presentar un testimonio colectivo. Tal vez parezcan pocos los usuarios representados, algunos muy identificables, pero lo fundamental es que conectaron a miles: traductores de diferentes lenguas auxiliando el entendimiento que llegó desde diferentes latitudes, proveedores de todo tipo de materiales regalando sus inventarios, desde una ferretería hasta una panadería, donadores anónimos de suministros necesario. Porque de eso se trató la red: de ser un portavoz confiable, de auto-regular el comportamiento en beneficio de la mayoría, no de ser protagonistas. No olvidar.
Enzia transforma la condición efímera de las redes con este rescate de textos en donde a diferencia del uso cotidiano ─reflejo de vanidades, narcisismo y egolatría─ estos se desvanecen cuando hay un uso ético de las redes. Fue una unión de generaciones Baby boomers, Generación X y Millennials codo a codo. No fake news. No selfies. No memes. Solidaridad y respeto por el otro a quien nunca había conocido, a quien probablemente nunca volveré a ver. No olvidar.
Aunque el tiempo ha pasado y sabemos que hubo daños, derrumbes, heridos y muertos; es decir, dolor que en muchos casos perdura o apenas empieza a sanar; llena de esperanza saber que pudimos confiar, que el auxilio fue real en las manos, la cadena de vida, los alimentos y el agua, las casas, cocheras y azoteas convertidas en albergues, las cocinas improvisadas para que llegara un tentempié. El aplauso anónimo al trabajo de una verdadera colectividad.
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