Torresdediós
La
primera noche fue en el verano de 1976, en el callejón Guatemala del
centro de Ciudad Juárez. El director de la Biblioteca Insurgentes y
yo caminábamos después de haber puesto el candado en la puerta de
su oficina y de haber leído en voz alta algunos textos de Arreola.
Estábamos por dar vuelta a los veinte años, y compartíamos el
prodigio de imaginaciones e ironías del Oráculo de Zapotlán el
Grande, un tipo flaco y desgreñado que se levantaba y bebía su
primer café escribiendo Una
hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes
distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del
camino, un prodigioso miligramo. Tuviste
que haber soñado algo así para poder escribirlo, Juan José.
Ricardo
–ése era el nombre del director─ me dijo que un día deberíamos
tomar un autobús para ir a la Ciudad de México a buscar a Arreola y
pedirle que nos hiciera el favor de leer nuestros poemas. En ese
momento no parecía un despropósito que Arreola se ocupara de dos
escritores desconocidos y casi adolescentes, porque Arreola era una
presencia frecuente y casi coloquial en la televisión, y nosotros
pensábamos que la frontera era justamente el centro del mundo, y
además estábamos en lo cierto.
La
otra noche ocurrió en el mítico pueblo jalisciense de Comala, en
octubre de 1981, cuatro años después. Esa noche, Carlos Montemayor
y cuatro amigos suyos se encontraron increíblemente conmigo en algo
muy parecido a una cena-torneo literario organizado por el provocador
y joven poeta Víctor Manuel Cárdenas, que trabajaba en el despacho
de Griselda Álvarez. Algo equívoco y sutil había en el aire,
porque los poetas consagrados de la vecina ciudad de Colima no habían
sido invitados a la cena y se estaban manifestando afuera de la
pequeña Hacienda. Conversando con Cárdenas, me dijo que era muy
probable que Juan José Arreola llegara más tarde a nuestra mesa.
Estoy seguro de que una extraña codicia situacional puso un brillo
especial en mis ojos: estaba a punto de conocer a Arreola. La cena
empezó, se dijeron dos cortos discursos, y luego vinieron los
whiskies.
Una mujer muy amplia, cincuentona, con el pelo muy corto y de color
zanahoria interrumpió la fiesta para hacernos saber en buena voz que
afuera estaban los verdaderos poetas de la región y que no habían
sido admitidos a la tragantona. Luego se fue.
Ricardo
y yo nunca tomamos el autobús a México para conocer a Arreola, y el
gran poeta no se apareció en la segunda noche de Comala porque
estaba en funciones de árbitro de la final del Campeonato Nacional
de Tenis de Mesa, algo que el buen pueblo llama ping-pong.