Gonzalo Lizardo
Ante la avalancha de fake news que el covid-19
desató, tuvimos que procurar a mi hija mayor —que es bióloga y sabe informarse—
para que nos asesorara cuando comenzamos nuestro confinamiento. Así pudimos
evitar las compras de pánico y desoír a los inquisidores virtuales que fustigaban
a los pobres por no quedarse en casa, pero también a los asalariados que
“romantizaban la cuarentena”. Como no ha sido forzoso ni total, los tres asumimos
el encierro como un juego que nos impone actividades creativas o recreativas de
tiempo completo: mientras mi hija y su novio se ocupan con Netflix o con sus
proyectos de arte conceptual, yo me dedico a leer por placer, a oír vinilos o a
pintar con acrílico, una afición amateur que no había cultivado.
En estas
circunstancias, cuando los ciudadanos del mundo entero deben encerrarse para
reducir los contagios, los académicos y los artistas tenemos en teoría una
ventaja: aunque necesitamos para vivir del contacto humano, en teoría estamos
habituados a trabajar, comer y divertirnos sin salir de nuestras “torres de
marfil”… mientras no falten el pan, el vino, los libros ni el wifi. Es decir,
mientras no colapse la estructura social ni sus medios de producción. Nos toca,
por tanto, un papel mínimo pero crucial: mostrar que podemos vivir plenamente aunque
las circunstancias limiten nuestra libertad de tránsito y convivencia.
Esta relación
entre la soberanía individual y las exigencias sociales me recordó un artículo
sobre las parvadas de estorninos, esas aves que vuelan juntas por millares pero
coordinadas como un solo organismo, sin necesidad de un líder. Igual ocurre con
las abejas, cuyos enjambres son capaces de buscar y de elegir sin error el
lugar más idóneo para establecer una nueva colmena. Se trata de una inteligencia
de índole colectiva en la que cada individuo propone decisiones o las acepta
mediante señas que intercambia con sus vecinos. De ese modo, cualquier decisión,
modificada por otras, se expande viralmente por el grupo, tal como se
advierte en nuestro mundo contemporáneo, donde cualquier noticia o estupidez se
propaga viralmente por las redes hasta afectar a la humanidad entera.
Siendo
optimista, quisiera creer el momento es propicio para imaginar una Utopía. ¿Sería
posible que la humanidad desarrollara, gracias a la tecnología y a la cultura, una
inteligencia colectiva que nos volviera una parvada globalizada, capaz de
encarar y resolver amenazas más allá de los individuos y de sus líderes?
Por desgracia,
nos falta muchísimo para compararnos con los estorninos. A la segunda semana de
confinamiento, la CFE —que olvidó entregarnos el recibo— no olvidó cortarnos la
energía, a mí y a varios vecinos, dos días antes del límite de pago. Ni cómo
quejarnos de esa insolidaridad. Hemos de resistir las próximas noches sin
internet ni microondas. Después de todo, por mi balcón entra una luz que nunca
se apaga: un farol público que proyecta un resplandor ambarino, perfecto para
jugar al go y beber cerveza. Extrañaremos la música pero no los irónicos versos de Morrissey: Take
me out tonight / Where there’s music and there’s people / and they’re Young and
Alive…
_______
* Ilustración
original: Solano López, “El eternauta”.