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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES LXV. EL JARDÍN COMO ENIGMA Y UTOPÍA

Gonzalo Lizardo

Cuando me preguntan si quiero viajar después de la pandemia, no titubeo. Sí, sueño con volver a Florencia algún día; no para encerrarme en sus museos sino para pasear por sus calles, sus plazas y sus jardines, en especial por el Giardino Boboli, ese espacio verde, onírico e inagotable concebido por la duquesa Leonor de Toledo (1522-1562). Su historia es portentosa. Además de proteger a pintores como Pontorno y Bronzino, doña Leonor poseía talento arquitectónico; por eso, cuando su esposo Cósimo I de Medici compró el Palacio Pitti, ella asumió la remodelación del edificio y se consagró de por vida —junto a su cuadrilla de ingenieros, jardineros y artistas— a domeñar el bosque vecino para convertirlo en un laberinto de imágenes simbólicas:

“[En dicho jardín] se revela en filigrana una narración de gran espesor evocativo, que se anuncia desde la entrada con la estatua del enano de la corte, Morgante, representado sobre una tortuga, que parece vigilar el acceso como una suerte de guardián del umbral […] La tortuga, animal sacro de Venus, parece anticipar el tema de la transformación amorosa, de origen ficiniano”.[1]

Con sus cuarenta y cinco mil kilómetros cuadrados, entre prados y setos geométricos, árboles y fuentes, obeliscos y estatuas, en Boboli proliferan las referencias clásicas y los emblemas renacentistas, pero no hay un solo motivo bíblico. Inquietantes resultan dos de sus grutas: la Grotta di Madama y la Grotta di Buontalenti, donde Leonor consiguió amalgamar la Naturaleza con el Artificio, lo volcánico con lo geométrico para aludir a un mito filosófico: la caverna como espacio platónico donde se transita de la oscuridad a la luz, de la ignorancia a la sabiduría. Su uso ritual se evidencia mejor en uno de sus tabernáculos, aquel donde Hermes parece presidir la ceremonia iniciática, escoltado por tres cabras de mármol.

Según la historiadora Paola Maresca, esta iconografía sugiere que la duquesa “estaba fascinada por la cultura hermética” pues además se reunía con “un medio cultural dedicado a la búsqueda alquímica”[2]. No vivió para concluir su obra, por desgracia: obligada a multiplicar su familia, doña Leonor falleció luego de once partos que dejaron sin calcio su cuerpo. Pero en el Jardín Boboli dejó cifrada (conjeturo) una utopía que aun atesora mercurialmente su ánima. La vida como búsqueda, la belleza como proceso, el mundo como jardín siempre imperfecto —a merced del caminante que, cinco siglos después, sepa agotar sus senderos.


[1] Maresca, Paola, Alchimia, magia e astrologia nella Firenze dei Medici, Angelo Pontecorboli editore, Florencia 2017, p. 97.

[2] Ibíd., p. 101.

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