Gonzalo Lizardo
La Barcelona que más me fascina es una ciudad que
ya no existe. Ni la gótica ni la actual, sino la metrópolis del “fin de
siècle”: ésa que en las postrimerías del XIX y en los principios del XX
configuró su traza arquitectónica gracias al talento Lluís Domènech o Antoni
Gaudí; una orgullosa urbe que organizó dos célebres exposiciones
internacionales, (1888 y 1929), mientras Pompeu Fabra cimentaba las bases
normativas del idioma catalán con la Gramàtica
(1918) y el Diccionari general (1930).
En esa
Barcelona fue donde convivieron Eugenio
d’Ors (1881-1954) y Pablo Picasso (1881-1973). Por ese entonces, Eugenio era un
joven precoz que controlaba el ambiente literario de la ciudad gracias a su
prolífica escritura. Sus “glosas” tenían multitud de lectores, y su
personaje Teresa —protagonista de La bien
plantada (1911)— era reconocida como un símbolo mítico de la filosofía y la
estética “novocentistas”: una mujer que daba “con cada uno de sus gestos, con
cada uno de sus dichos lacónicos, una lección de catalanidad eterna, de
tradición, de patriotismo mediterráneo, de espíritu clásico”.[1]
Por su
parte, Pablo era un joven malagueño que a los catorce años emigró a Barcelona
para estudiar pintura en la Llotja. Su ascenso fue vertiginoso: al año
siguiente su cuadro Ciencia y caridad (1897)
obtuvo mención honorífica en la Exposición de Bellas Artes en Madrid. Sólo que
muy pronto, cansado de la Llotja, Picasso abandonó el academicismo para
acercarse al círculo modernista de Ruseñol y Casas. A partir de entonces,
muchas veces debieron coincidir Pablo y Eugenio, sobre todo en el café Els
Quatre Gats, donde se reunía la intelectualidad catalanista. Aunque faltan
testimonios para saber lo que Pablo opinaba sobre Eugenio, parece innegable que
el segundo admiraba al primero —con cierta inquina— a pesar de que ambos vivirían
después destinos contrapuestos.
Así, mientras
Pablo tuvo, como militante republicano, una vida errante y
una fama perdurable, Eugenio se instaló en
Madrid durante el franquismo para usurpar una fama efímera y padecer un
perdurable olvido. Aunque profesaban ideologías de signo contrario, ambos
compartían una visión del mundo que puede llamarse “barroca”, por más que el
catalán quisiera negarla y que el malagueño se regodeara en ella. Lo cual
permite suponer que lo barroco admite dos versiones opuestas, en perpetua
pugna: el “barroco” de d’Ors, dogmático, simétrico y amante de las jerarquías,
frente al “barroco” de Picasso: siempre lúdico y disidente, enamorado de su
mutabilidad. Una diferencia que debe explorarse con mayor detalle, profundidad
y filigrana.
[1] D’Ors, Eugenio, La bien plantada de Xenius, Tipográfica
Renovación, Madrid-Barcelona 1920, pp. 69-70.