Gonzalo Lizardo
Debido al febril
ritmo de su escritura —en pocas semanas terminaba una novela, casi sin comer ni
dormir, azuzado por el ácido y las anfetaminas— Philip K. Dick nunca tuvo
tiempo para esmerar su prosa. Como artífice de la palabra, lo que en verdad
asombra es su pericia para plantear y resolver laberínticas intrigas mientras
nos pasea por varios niveles de realidad —físicos o metafísicos, psíquicos o
metapsíquicos. Para decirlo técnicamente, Dick es un virtuoso de la metalepsis: ese recurso de la escritura
para que el lector transite (sin extraviarse) del sueño a la vigilia, de la
ficción a la realidad, de lo virtual a lo material… y viceversa.
Consciente de los desafíos estéticos de su oficio,
Dick los hace visibles en sus novelas. “Conocían un millón de trucos estos
novelistas”, se afirma en El hombre en el
castillo: “los escritores apelaban a los instintos básicos, comunes a
todos, aun detrás de las superficies más respetables. Sí, el novelista conocía
a los seres humanos, qué poco valían, gobernados por los testículos, empujados
por el miedo (…) el novelista sólo tenía que tocar el tambor, y obtenía una
respuesta”.[1]
Un don que para Dick es semejante al del inventor. Así lo explica en Laberinto de muerte: “Quiero aportar
algo, no quiero ser sólo un consumidor como ustedes (…) No me interesa ser
famoso por mis creaciones, sólo que sean dignas y útiles, y que estén presentes
en la vida cotidiana sin que nadie lo advierta. Como el alfiler de gancho.
¿Quién sabe quién lo creo?”[2]
Dick, en consecuencia, se propuso inventar un nuevo
tipo de relato —la novela como fábula metaléptica— usando como materia prima
“los instintos básicos” del hombre. En concreto, esa paranoia crónica que Dick
padecía como residuo “de un antiguo y arcaico sentido que los animales de presa
todavía poseen: un sentido que les advierte que están siendo observados”.[3] Por
ello en sus novelas es tan recurrente la ominosa y omnisciente mirada de un
Dios o un gobierno capaz de leer nuestras mentes, como bien lo ilustró la
canción de Alan Parsons inspirada en la obra de Dick: I am the eye in the sky/ Looking at you/ I can read your
mind/ I am the maker of rules/ Dealing with fools/ I can read your mind…
(Acaso porque en el fondo Dick soñaba escribir una
obra literaria cuya magia nos permitiera evadir la mirada de Dios.)
(Ilustración sampleada del
cómic “The religious experience of Philip K. Dick”, de Robert Crumb, 1971)
[1] Dick, Philip K., El hombre
en el castillo, Minotauro, Barcelona 1986, pp. 34-35.
[2] Dick, Philip K., Laberinto
de muerte, Plaza y Janés, Barcelona 1999, p. 113.
[3] Dick, Philip K., en Cuentos
completos II, Minotauro, Barcelona 2006, p. 11.