Gonzalo Lizardo
La biografía de
Philip K. Dick escrita por Emmanuel Carrère tiene dos virtudes: por un lado, es
el conmovedor retrato de un novelista que se precipita en el abismo de las
adicciones y la demencia mística; y es también una disección, muy verosímil,
del proceso creativo de sus novelas. Mucho me asombró, en concreto, el capítulo
dedicado a Tiempo de Marte (1964), el
relato donde Dick mejor expuso una de sus hipótesis más incisivas: que “el
autismo y la esquizofrenia son en general perturbaciones de la percepción del
tiempo”, de modo que algunos esquizoides se ven atrapados en un “eterno
presente” donde tienen acceso “a lo que nosotros llamamos el futuro”,[1]
Esta premisa —que Dick aceptaba como dogma— había
sustentado otro cuento suyo, “The Minority Report”, que Steven Spielberg hizo
película en 2002. Pero también cimienta el relato de un escritor muy ajeno a la
ciencia ficción y a la contracultura californiana. Me refiero a “El
perseguidor” (1959) del argentino Julio Cortázar, que nos cuenta la vida de un
jazzista negro llamado Johnny Carter: “un pobre diablo enfermo y vicioso y sin
voluntad y lleno de poesía y talento”,[2] que
padece arrebatos de locura mientras toca el sax o viaja en metro y de pronto se
hunde en estados alterados del tiempo: en minutos que parecen horas o en visiones
que desafían al reloj: “esto lo estoy tocando mañana”, llegaba a decir
entonces, como si recién volviera del futuro.
Es posible, por tanto, que la demencia de Johnny
Carter (como personaje de Cortázar) sea la misma que padecía Philip K. Dick (el
personaje de Carrère). Ambos serían obstinados “perseguidores de lo Eterno”:
visionarios crononautas que acechan una realidad que nosotros, “los cuerdos”,
no podemos ni atisbar: un tiempo más real y verdadero que el falso “tiempo de
los relojes” que nos esclaviza a la Cloaca. Así lo intuye Bruno, alter-ego de
Cortázar, cuando afirma: “nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero
es así, está ahí, en Amorous, en la
marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa.[3]
Incapaces ellos mismos de establecer “una diferencia
entre delirio y revelación divina”,[4]
quisiera creer que Johnny Carter y Philip K. Dick sólo deseaban transmitirnos
—como buenos crononautas— una metafísica de doble filo: aterradora si la
tomamos en serio, pero alucinante si la vemos como juego: como delirio
psicodélico, no como teología; como esperanza poética, jamás como anatema.
[1] Carrère, Emmanuel, Yo estoy
vivo y vosotros estáis muertos. Un viaje en la mente de Philip K. Dick,
trad. Marcelo Tombetta, Anagrama, Barcelona 2018. Kindle.
[2] Cortázar, Julio, Las armas
secretas, Editorial Nueva Imagen, México 1983, p. 119.
[3] Ibid, p. 122.
[4] Carrère, Emmanuel, op. cit.