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Columna

}}}pssst, pssst, Madigan…(100)

Alejandro García Ortega

…Divagaba yo en torno hacia dónde migrar mi interés por el amor al padre y a la madre, expresada en mis dos pssst, pssst… anteriores. Pensaba en el vínculo con los hijos, con los hermanos, con abuelos, tíos y primos, con los amigos entrañables, cuando se me apareció Soy leyenda (2007) de Francis Lawrence, protagonizada por Will Smith. Allí aparece Sam, la fiel pastor alemán que se enferma después de enfrentar a los lebreles, terroríficos productos de la mutación tras la pandemia. El legendario sobreviviente tiene que dar cuenta del compañero de aventuras, con ese acto sella su soledad. A partir de entonces sólo podrá acompañarse de los indiferentes maniquíes y de una ira que le crece en todo el cuerpo. Robert Neville va en busca de los agresores y ahora es él quien busca agredirlos. Después vendrán la mujer y el niño a recibir la cura y el reconstituyente de la especie. El perro cae en ese desafío entre el hombre y su oponente, amo de la cólera y de la disolución. A la cacería de la pieza que investigará el científico en acoso, se contrapone la similar captura del propio Robert Neville, colgado cual si fuera la canal de res en el gancho de la carnicería. De más está decir que la escena de la aniquilación del fiel can estremece y provoca cosquillas tenebrosas, ansias de estar en otra parte, un terreno de confort, aunque sabemos que lo estamos, que la pantalla nos salvaguarda por lo pronto. El vínculo entre el hombre y el animal, de animal a animal, conserva el misterio, el nivel de comunicación que se alcanza, la imposibilidad de recibir del otro lado un mensaje doblemente articulado. Y, sin embargo, se integran a la vida del hombre, galería de seres queridos, y cuando se van, se llevan un pedazo del imposible dueño. Fui entonces a la novela de Robert Matheson (1954), y descubrí que Sam no estaba. Hay un perro que Neville descubre en sus excursiones matutinas al entorno. Aparece y desaparece, sobrevive a las agresiones de los vampiros. Lo busca, lo sigue, encuentra su escondrijo y le deja comida de tal manera que pueda tenerlo a la vista. Se acerca poco a poco, dosifica el alimento, mas no vence sus resistencias. El perro desaparece por días y luego el seguidor encuentra que el cebo ha vuelto a ser consumido. Por fin lo mete a la casa, verifica su mal estado y su renuencia a quedar preso. El perro muere a los pocos días. La distancia entre el hombre y el perro nunca se acorta realmente, se defienden del peligro con sus propias argucias, el hombre es incapaz de comunicarle que quiere un compañero para seguir la lucha. Igual, en esa soledad donde la muerte apremia, el deceso del perro estremece y raspa el corazón del lector. Al final, los hombres van sobre los vampiros y ejercen su poder brutal sobre el que les estorbe, así haya resistido la mala época. Han recuperado su dosis de violencia. Y entonces, con la mente como brújula recordé aquel venturoso cuento, “El secreto de la hormiga”, de David Ojeda, testigo de testigos, oh Madigan, genio y figura, hombre que amaba a los perros, para replicar a Chandler y a Padura. En el cuento, después de envidiable romance, de rompe y rasga, de amor a toda piel y pleno de ladridos y suspiros, Nicha queda embarazada por el pendenciero Rocky en jornada de amor de varios días entre colas, pelos, babas, resoplidos. Y cada quien para su casa, para su mundo. El narrador del cuento se convierte en partero, ayudado por su hijo, y logra que los primeros ocho cachorros entren a este mundo. Pero el noveno viene mal, la perra está exhausta, el animalito no se mueve y todo indica que no logrará aspirar el aire terreno: “Por último ─me gustaría poder afirmar que sentí una mano al posarse sobre mi hombro; y asegurar que una luz se encendió en el corazón de la cachorrita─ el diminuto cuerpo se estremeció e inhaló la bendición tormentosa del aire. Entonces ─esto lo recuerdo como un rayo de entendimiento─ la Nicha me dedicó una mirada que nunca antes le había notado y no volví jamás a percibir en ella”. Y después del suspiro de alivio tras leer este cuento feliz de David Ojeda, no me queda sino abandonar mis obligaciones de escribano por un momento y salir a abrazar a Kriemhild, la pastor alemán que habita mi casa, o habito su casa, que a veces gana hongos y por lo tanto pierde pelo, que se azora ante mi entusiasmo, mueve la cola, vigila su hueso, y sólo pienso si yo tendré lugar real en su mundo, porque por lo visto para mí seguirá siendo un gran enigma y su cola espantará moscas, mientras voy de nariz a rabo y…

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