Alejandro García
…qué grandes narradores eran los buenos novelistas del siglo XIX, Madigan, eran unas chuchas cuereras para traer con el maicito de aquí para allá y de allá para acá al lector más curtido. Iban llevando al triunfo o a la ruina de los personajes, a la satisfacción de sus necesidades, al fracaso, al cambio de rumbo, a la empatía o antipatía con el espacio, al desafío del tiempo. Los había seductores, los había de gancho al hígado, también de pastorcillos que de pronto escalaban a lobos sanguinarios o de fatales antecesores del lado dominante del Síndrome de Estocolmo. Los hubo arquitectos de pesadillas y revelaciones. Veo el contraste entre dos novelas victorianas de Thomas Hardy “Tess, la de los d’Urberville (Una mujer pura)” (1891) y “Jude el oscuro” (1896), las dos con buenas versiones al cine (Polanski y Winterbottom). La historia de Teresa tiene un denominador común con la novela del abuso sobre la mujer y la condenación social, que abarca lo mismo el afán determinista del naturalismo que las grandes novelas con nombres de mujer en el título. En cambio “Jude el oscuro” escapa a la etiqueta y en su momento provoca comentarios negativos. Aquí lo importante es la relación de Jude con las dos mujeres: Arabella y Sue, la primera de comportamiento más tosco y la segunda con una serie de cuestionamientos sobre la vida y sobre la condición de la mujer y de sus pares, los hombres, y sus productos. Además Jude quiere ir a la universidad, es autodidacta en gran medida, sabe latín y un poco de griego, y casi muere en el intento. Su suerte final se decide cuando no tiene otra que luchar por la sobrevivencia. A la consulta a un administrador de colegio sobre si puede estudiar, recibe una respuesta donde se le dice que es mejor conservar su condición de obrero. De modo que esta novela es una serie de fuerzas entre lo social y lo individual, manifestada en las atracciones y rechazos de los personajes. Agreguemos la figura del temprano profesor de Jude, que es el que le dice que puede salir del pueblo, y que es el que se queda con Sue, aunque sabe que no la podrá tener nunca de verdad. El fracaso de Jude se da en lo profesional, no podrá salir de picapedrero de iglesias y monumentos. Tampoco podrá a tener a Sue, su prima y mujer. Agregaré a esta bien labrada pieza barroca el suicidio del hijo que tuvieron Arabella y Jude, esto después de que el niño ha asfixiado a sus dos medios hermanos, productos de la relación entre Sue y Jude. Mejor le paro, porque en realidad de lo que quiero hablar es de “Tess, la de los d’Urberville (Una mujer pura)”, soberbia novela (la otra también lo es) de una mujer que ha perdido la doncellez o la virginidad, según términos establecidos por el mismo traductor (M. Ortega y Gasset) en dos versiones diferentes (Planeta y Alianza). El padre, zafio, borrachín e impertinente, ha sido informado por el pastor que su apellido no es Durberfield, sino que proviene de los nobles d’Urberville. Y manda a la hija Tess en busca de reconocimiento. Los actuales poseedores del apellido lo han comprado. La dueña es ciega y es su hijo quien recibe a la pariente pobre. La hace acercarse, la convierte en cuidadora de las gallinas de la madre. Es sólo el movimiento para tenerla a tiro. Y cae. Y tiene un hijo. Y regresa con sus padres. Y el hijo muere una mala noche de fiebres. Eco dice que Manzoni es un manejador de los tiempos: detiene o acelera la narración. Hardy también. Nos ha presentado el esquema de la novela y de la percepción social dominante: Tess ha caído en la trampa. Va a trabajar a una granja y allí conoce a Ángel Clare, el hijo rebelde de un pastor ortodoxo. Él ha decidido convertirse en granjero y después de aprender los secretos del oficio se establecerá en Inglaterra o en las colonias. Toda la panza o el lomo, el centro de ese enorme felino que es esta novela consiste en las atracciones y repulsiones que se dan entre Tess y Ángel. Los dos son bellos, puros e inocentes, fuera del mundo de negociación en que viven los demás. Tess se gana pronto un lugar en el trabajo y se relaciona de manera agradable con el matrimonio que administra la lechería, con sus compañeras. Lo que va cambiando más aceleradamente es su empatía con Ángel. Todo este asunto transcurre en alrededor de 200 páginas, de las 527 de la versión de planeta. Primero se trata de reconocer que se aman. Eso tarda. Ella sabe que no tiene futuro, que su pasado la condena a mantenerse pobre, sola y lejos de la mirada social. Después viene la cesión: se besan, se aproximan, se rondan, se envían fuertes dosis de energía. Todos parecen entenderlo, a pesar de que sus compañeras se consideran candidatas al amor de Ángel. Cuando por fin ganan el instinto y el afecto, la fuerza y la pasión, ella tiene que buscar el momento de decirle lo que ha sido de su vida. Como en un reloj de arena, los granos se acercan al punto más estrecho, al vacío. Ella quiere decirle, él la calla, él pone palabras en su boca. Cuando ella, casi en la inevitable decisión de casarse, desliza una carta con la confesión, resulta que él, al día siguiente, actúa como si nada. Y cómo no, si la carta está debajo de un tapete. Allí la descubre Tess cuando husmea en las hendiduras. Así que el matrimonio se realiza. Y después viene la ceremonia de confesión de partes. Él cuenta de una relación con una mujer no muy bien vista. Asunto arreglado. Hay ya un perdón. Ante la historia de Tess el mundo tiembla. Ángel declara que a partir de sus palabras Tess es diferente, se la han cambiado. No hay segundo perdón. Allí la regla es otra. Aún habrá de salir avante el escritor Thomas Hardy con la despedida de este fragmento. Continuará en pleno descenso con las idas y venidas en la mente del lector: él se irá, ella no le podrá escribir a menos que sea muy urgente. Si la perdona, él la buscará. Ella no podrá pensarlo siquiera. La novela regresa al argumento que se relaciona con la primera parte, el destino de esa mujer. Obvio es que uno no espera cosa buena, ni la sociedad ni los mejores hombres pueden hacer algo para impedir el deslizamiento hacia abajo, que ya sabemos que el infierno no necesita tener presencia o evidencia para quemar y matar fortunas. Todavía en una de sus caminatas, Ángel se encuentra con una de las mejores amigas de Tess. La invita a irse con él a Brasil. Ella acepta. Después se deshace el trato, tiene que quedar un hilo para el desenlace. He sido seducido por ese doble centenar de páginas, no sólo el vértigo de la historia, también por esa atracción que desde lo sexual surge (cosa que no podía exaltar Hardy. Dios salve a la Reina), también porque me dejo arrebatar el fruto prohibido (malamente, de acuerdo): Tess y Ángel no consuman su amor, no llegan a tener sexo, no llegan a entregarse y a conocerse, nunca pasan del ritual, del calentamiento, de la promesa. Y vaya, Hardy, te perdonamos la crueldad, porque la novela, como la vida, sigue, y tenemos que saber de Tess, esa gloriosa y bellísima chica no se merece “sacrificio” alguno. Claro, hemos añorado un nivel de satisfacción que sólo a partir de Tess, acaso, podemos aquilatar si ya lo tuvimos o pelear por él si aún no llegan las mariposas a consumar el goce y la caricia donde lo imposible vuelve a alejarse en meta diferente…
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