Pedro Ángel Palou
David Ojeda enseñaba con el ejemplo. Desde el primer taller en el que hacía una especie de credo sobre la inutilidad práctica y económica de la literatura hasta cada sesión donde la crítica y su aguda mirada de lector beneficiaban a todos. Era el amigo perfecto, el alma de la fiesta (y siempre había fiestas), el mentor informal en esas horas extras, lo mismo de música, su gran pasión, que de literatura y vida. El compromiso social era extra literario, moral y debía existir a su juicio en el hombre, no necesariamente en el escritor (una especie de reverso de Henry Black, el personaje de su maestro Miguel Donoso), la literatura estaba comprometida con su propia calidad y con la exigencia de rigor máximo. La amistar, su tercera faceta, estaba basada en la naturalidad. David era generoso en los tres aspectos. Ser su discípulo fue una bendición de los hados de la literatura para mí. Era desordenado, podía perder incluso el original de uno de tus libros (me pasó con una Paquette para Praxis-Dos Filos), pero ese desparpajo desaparecía una vez que nos enfrentábamos al texto literario. Allí era implacable y en una sesión se podía aprender lo de cien días. Cada mes cuando volví a Puebla era para mí una bocanada de aire fresco en un medio pacato y anquilosado. Con los años pasé de ser su discípulo a su amigo y en 1985 me invitó un verano a su casa de San Luis Potosí. Fueron días importantes, pues había hecho un sindicato fallido y vivía deprimido. Revisamos un libro mío de cuentos, bebimos, charlamos y lo acompañé a un taller en Zacatecas y otro en Aguascalientes. Lo vi ser el mismo brillante escritor y genial amigo en ambos lados. Quizás es por eso que lo extrañamos y lo queremos tanto. Es que le debemos tanto… Y somos legión.