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Cuento

Adulto + adulto

Por: ARELY VALDÉS

So Sharp & far away,

this certain desire, this car as a fracture
widening through the dark.

You pull over by the side of the road. Maybe
now I should
be afraid but you kiss with your eyes closed, &
your front seat is a temple, & there’s no other language
but your name,
&I swear

I’m not sinking. I’m not

sinking.

-Topaz Winters, Flood Season, en Portrait of My Body As a Crime I’m Still Comminting.

Cuando camina de regreso a casa visualizando el sofá sobre el que se dejaría caer para deshacerse de los tacones, el celular aúlla. Puede sentir a través de la imitación de piel y el forro satinado de su bolso, a nivel de las costillas, los tres segundos de vibración acompañados del tono de mensaje que hace meses no escucha. Se detiene. A unos cuantos pasos, la farola de iluminación pública forma en el suelo un círculo difuso de luz blanca. Hannah queda en la penumbra. Titubea. Si ignora el mensaje… Nunca lo ha hecho. Con la vista clavada en la punta de sus zapatos, suspira. Como respuesta, envía su localización. Después, bordeando el halo de luz, va a sentarse en un escalón a la entrada de un establecimiento cerrado. Pasa de media noche. Tuvo otra jornada nefasta en la oficina. Suspira de nuevo. Al repasar lo adecuado de su respuesta, a su mente acude la noticia que había leído días atrás, acerca del posicionamiento de la Vía Láctea en la vera de un abismo cósmico. No escribió sí. Tampoco no. “Es un ‘si quieres, vienes’”, piensa. Apoya los codos en las rodillas, la barbilla en las manos, reduce a ruido de fondo al bullicio de viernes. Un vértigo mínimo: ¿Eso significaba que caerían algún día, las nebulosas, como pintura derramada sobre una mesa, en cascada, hacia la negrura insondable?

Un auto negro se aproxima con las luces apagadas y disminuye la marcha paulatinamente hasta frenar por completo delante de ella. El vidrio del asiento de copiloto, que da a la acera, se sume. Telón transparente que inaugura el drama nocturno. La suave luz interior muestra el torso del joven que conduce. Ella se pone de pie y cruza el charco de luz. Frente a la ventanilla se inclina.

Dos segundos para reconocerse y capturar las novedades. Ella aún usa labial rojo; él, la icónica playera blanca.

—Hacía tiempo que no sabía de ti—dice Hannah, estirando de la manija para abrir la puerta y auparse al auto. Él se limita a sonreír sesgado. Dentro, tras subir el vidrio,Hannah sufre un autoengaño: se agacha para desprender el bracito que asegura los tacones a sus tobillos. Recuerda que no está en casa. Avergonzada, corrige el rumbo de su cuerpo y finge acomodarse la falda. Arrugas invisibles. Años atrás, después de varias latas de cerveza en una fiesta que acabó con un chico arrojándose desde la terraza, habían intercambiado zapatos. Entre risas se contemplaron los pies en fundas ajenas y tibias. Ahora no sabrían reconocer si aquello había sido producto de la leve embriaguez o de la confianza que se provocaban.

A Hannah las botas de él le iban grandes. A Zacarías los flats de ella la resultaron ridículos. Durante años aquella imagen continuaría volviendo a la cabeza de él cada vez que se encontrara a alguien con calzado similar por la calle: su propio pie largo y ancho, de empeine botado, sobre el tablero del auto de su padre, intentando embonar en el pequeño zapato carmín. Con suela y sin cielo, pensó entonces. Carecía de lógica para él que hubiera material suficiente para solo cubrir los dedos. Ni sandalia ni zapato. Abominación. Pero ese pie no era suyo. Le pertenecía a alguien más, a alguien que él ya no era, y al mismo tiempo, continuaba ahí, encima de los pedales, dándole estabilidad desde la penumbra.

Esta noche también lleva botas. Y lo ha notado: sus tacones. Se siente plano, constante. Ella eleva su talón del suelo al cielo. Evoluciona. Él permanece. Aburrido. Piensa en eso y se tensa. El auto arranca. Ninguno habla. Prevalece un silencio de consistencia gelatinosa. Pretenden que no existe, fingen que no lo sienten y ahí está, abrazándolos. Hannah aprieta los labios, conteniendo la lengua. “¿Te acuerdas de aquella vez…? Corrimos colina abajo para ver quién llegaría primero. Nunca tuve tanto miedo de partirme la madre y también…”.Fija los ojos en el camino que se desliza bajo los neumáticos, como caminadora de gimnasio. No le parece que el auto avance. Cree encontrarse estancada. La lengua quiere repetir de historias que ya se dijeron. “Él fue testigo”, piensa. Hannah desea vocalizarlo, como si con ello pudiera reencarnar lo que experimentó. Trastabilla tras algo desvanecido.

El “y también… nunca me había sentido así de feliz al mismo tiempo” se esfuma sobre el espejo retrovisor.

Ninguno se decide a ser quien rebane la tensión mal cuajada. Hannah mantiene la vista al frente. Se considera atrapada en su propia elección matutina. Sabe que no había nada en el televisor dando las noticias, a las siete de la mañana, que hubiera podido decirle que el tono del mensaje que había seleccionado de la lista, para distinguirle del resto, aullaría en mitad de la noche, justo cuando volvía a casa, anhelando desprenderse de su atuendo. Selección matutina: falda tubo negra, blusa celeste, tacones. En su momento, el conjunto le provocó orgullo. Los meses habían afinado su capacidad de vestirse de acuerdo a los estándares de un trabajo que no encontraba grato. Era como prepararse para un baile de máscaras. Ya no se quejaba del embelesamiento que nace de la rutina, algo que solía hacer, asegurando a quien quiera que estuviera dispuesto a escuchar, que nada había que aborreciera más que ciclarse. La frescura de enchinarse las pestañas y delinearse los párpados se había ido. Se maquillaba para recubrir las fisuras de su hartazgo. Si rellenaba sus labios con rouge mate, lo hacía un poco porque siempre había sido su color, un poco más para evitar dejar al descubierto su personalidad curiosa, en absoluto innecesaria para el ambiente que dependía del humor de sus superiores. Lo primordial era la eficacia. Contestar llamadas. Cumplir con la agenda. Apeonarse.

Las manos de Zac se agarrotan en el volante. Un par de venas verdes se hinchan en el dorso. Fue él quien envió el mensaje y ahora supone que se espera algo de su parte. No tenía plan. Cedió al impulso de establecer comunicación después de pasar semanas sumido en el silencio procurando mantener bajo control a las insistentes ganas de hablarle para verla, porque, de un modo u otro, por mucho empeño que pusiera en recrear momentos, puentes y salidas, su situación había perdido la efervescencia de años pasados. No les había sido posible retomar las cosas donde las habían dejado. “¿Dónde las dejamos?”, se pregunta frente al semáforo en rojo e imagina como iniciar conversación con Hannah.

—Supe que comenzaste a salir con alguien, ¿cómo te fue?—inquiere ella.

—Sí, estuve viendo a una compañera de la maestría, pero luego dejó de hablarme.

—Vaya, ¿pues qué pasó?

Zacarías se encoge de hombros. Retiene entre sus dientes una frase cuyos recovecos conoce. “No he dejado de pensar en ti”. En su cabeza, la respuesta que le da ella es “ni yo he dejado de pensar en ti”. La fantasía se tropieza. No hay más historia a partir de ese punto. Se convertían en los fantasmas que son ahora. Demasiadas experiencias conducidas a la reducción, demasiados detalles, fechas, nombres, curiosidades completamente inútiles. Nada obtiene con saber que ella es alérgica al aguacate si no le cocinaba, si no comían juntos. Tal vez en lugar de confesarse, debería preguntarle “¿Qué hago con toda esa información?, ¿dónde la pongo? Por eso te busco, me niego a saber tanto de ti y no hacer algo con eso”. Corrige el rumbo de sus pensamientos sobre una rotonda.

—Podemos ir por algo o te llevo a tu casa— propone Zacarías con voz queda.

—La verdad, sí siento hambre, pero también me siento muy cansada.

—¿Entonces?

—No lo sé, Zac.

Zac resopla y alarga un brazo para programar música desde el bluetooth. Las bocinas del auto comienzan a rociar el interior con una voz femenina cantando en inglés: lightless miles, lightless miles.

Figuras prolongadas por la luz de la avenida definen a intervalos los contornos de ambos.De reojo Zacarías observa cómo rectángulos de luz exhiben por momentos las rodillas maltratadas de Hannah. Si no tuviera auto, si no supiera conducir, podría quizá repetir el episodio aquel, cuando tomaron taxi juntos. Ambos en el asiento de pasajeros se habían desparramado hacia ventanas distintas, dejando en el centro un vacío. Hannah pronto quedó dormida de borracha, los brazos lánguidos sobre sus costados. Él había hecho un esfuerzo por permanecer consciente. “¿Qué diablos festejamos esa vez?”, trata de recordar mientras pasea la mirada de las rodillas al perfil que radia entre parpadeos con las luces de la ciudad. “¿Por qué yo no llevaba auto?”. En la oscuridad del taxi, sus manos se habían encontrado, los dedos se habían entrelazado. Zac, mejilla sobre el vidrio ya empañado, había visto un avión atravesar el cielo sin luna.

—Sabes—comienza Hannah descuajando la tensión— ya no somos los mismos.

—Ya sé. Crecimos.

Hannah asiente, removiéndose en su lugar. Concentra su atención en los quietos limpiaparabrisas, que desde su perspectiva acarician el camino. Intenta disipar la película que se ha puesto en marcha en su cabeza. La escena transita desde la avenida por donde ahora rueda el auto negro de Zac, hasta la colonia en la que se encuentra el edificio departamental donde vive. Se ve a sí misma en el umbral de su piso, cediendo control al ímpetu que le bombea la sangre. Ahí, el abrigo café que él viste sobre la playera blanca se resbala de sus hombros al suelo. “Mierda”, piensa.

—Pero…—continúa Zac, al ver que Hannah no dice más— tengo esta impresión rara de que tú eres más adulto que yo.

Ella suelta una risilla nasal.

—¿Y eso qué quiere decir?

Zac tuerce el gesto en señal de no estar seguro de qué agregar después. Hannah, procurando discreción, desvía la vista de la carretera por primera vez en la noche, se atreve a confrontar la silueta recortada de Zac. Él, al saberse y sentirse observado, se aferra con más fuerza al volante. Ansiedad.

—Quiero decir que tienes tu trabajo y pagas impuestos y tienes tu departamento y…— sin soltar el volante dirige el auto sobre una curva particularmente cerrada. El hecho de que ella haya tomado la iniciativa para deshacer la tensión inicial en la conversación le llena de valentía pasajera. Percibe a Hannah asintiendo en la oscuridad del coche.

—Pues es lo que hay que hacer, ¿o no?

—¿Quién lo dice? — Al interior de su cabeza, la imagen intrusiva y constante de sí mismo besando a Hannah electrifica al resto de los pensamientos de Zac. Siente que su piel, incluso la ropa, delata sus intenciones. ¿Cuántas salidas, desviaciones más, para re-comprobar que su deseo continuaba ahí? Vivo y tembloroso como animalillo perseguido de noche.

—Nadie—responde Hannah tras meditarlo un momento. Está siendo atravesada por su contradicción: sermonea a quien quiera que esté dispuesto a escuchar sobre el tedio y la repetición, sobre la perpetuación de ciclos, mientras ella cumplía con uno, concienzuda y deliberadamente en su trabajo. Autoengaño. —Quiero quitarme los zapatos—agrega cambiando el tema.

—Pues hazlo—suelta Zac. Ambos recuerdan el episodio de intercambio de calzado. Él nota que su conversación ha sido cortada. Es obvio: esquivan lo que les interesa. Hannah inclina su torso para hacer lo que ansió desde que tomó asiento. Desabrocha la pulsera de sus tacones y por turnos, los retira de sus pies. Zac no puede ver los pies desnudos de Hannah. El solo hecho de saberlo consigue que su rededor cobre una textura filosa, que le chillen los oídos, que distraiga su atención de la carretera. Ella se muerde el labio inferior y finge no notar el cambio en el ambiente. Tensa, abandona sus tacones en el tablero y desea que de pronto la oscuridad que vencen las luces altas del auto se transforme en la vera del abismo, para caer y dejar de estar ahí. Huir.

—Hannah… ¿Qué hacemos? — Zac reconoce la ambigüedad de su pregunta. Pretende ignorar el cosquilleo de sus pies en los pedales. Miembros fantasmas, recuerdos, la idea constante de saber cercana una desnudez mínima. Aguarda. Cree que aguarda minutos. Mientras, el silencio recobra presencia. Se le ocurre de pronto que sería bueno decirle “desde te conocí te estimé como una soñadora incansable, y tu rendición sin lucha ante la vida de adulto de la que siempre renegaste, y que, pese a todo, no te ha quitado ni tantita onda, me hace sentir traicionado. O sea, si de mí dependiera usaría el mismo chingado jabón para limpiar todo en casa. Adulthacks. ¿Quién te los enseña? Alguien que se equivocó te pasa el tip para que no te equivoques tú también. Y yo…”.

—Llévame a casa. — La voz de Hannah interrumpe el monólogo interior de Zacarías. —Solo… llévame a casa.

Un sintetizador cubre en oleadas el tiempo que entre los dos no pudieron cubrir ya. Hannah recarga la cabeza sobre la ventana y permite a su mirada vagar fuera. No quiere seguir viendo al frente. No puede ver hacia el lado contrario. Admira la liquidez de Zac al conducir y detesta un poco lo favorecedora que resulta la luz callejera depositándose en su perfil, los destellos plateados del tablero chisporroteando en sus brazos, por eso evita observarle. “¿Qué hacemos? Dar vueltas. A través de la ciudad. Mierda, sí. A través de lo mismo. Cada vez. Cada maldita vez”.

Zac toma una salida que sabe de sobra alargará el camino a casa de Hannah. No alberga esperanza de que lo invite a pasar, pero espera que tal vez algo ocurra en el transcurso. A su mente acude el recuerdo de la salida anterior, tanto más fructífera que la presente. Habían comprado frituras y cerveza en un autoservicio y hablaron sin mucho ánimo acerca de series y películas, sentados sobre el capó del coche, que Zac había estacionado en un mirador sucio desde el que podía contemplarse parte de la ciudad. Cuando condujo hasta su casa, antes de que Hannah se despidiera, le preguntó “¿Confías en mí?”. Ella respondió: “Instintivamente, sí”.

Él se había referido en realidad al tamaño de su confianza en sus habilidades como conductor. Los años no le habían dado aún el típico estómago hinchado cervecero, a lo Homero Simpson. En su lugar, la constancia del alcohol le había regalado, con el tiempo, disminución de resistencia. Necesitaba menos para estar risueño y platicador. Aquel “¿Confías en mí?” ambicionaba conocer si Hannah no temía morir en un accidente con él al mando.

“Si estrello el carro puedo, por fin, acabar con la incertidumbre”.

Pisa el acelerador. Dobla con brusquedad una esquina. La cabeza de Hannah rebota en el cristal. Ella supone que está molesto porque pidió que la llevara a casa sin antes haber bobeado como suelen hacerlo, persiguiéndose, sujetándose las lenguas, yendo de puntitas, esquivando escollos, somos amigos más que amigos, esto que sentimos no es real. Hannah reconoce las calles de su colonia. Él vira violentamente, demasiado aprisa. Ella quiere escupir “¡¿qué te pasa?!”, pero lo reprime. Los tacones se deslizan desde el tablero y caen. Zac aplasta el freno. Las llantas rechinan. Hannah mete las manos para evitar darse de bruces contra la guantera. A ambos el corazón les late enloquecido.

Hannah tira de la manija para descender del auto. Fuera, a través de las plantas de los pies percibe el pavimento desgranado. Fija la vista en Zacarías. Una voz masculina canta theremust be someone telling a lie, theremust be someone telling a lie to me. Zac sujeta el volante con todos sus dedos y mira más allá del parabrisas casi sin parpadear. Hannah soporta el impulso de azotar la puerta y acaba por empujarla, indolente.  Se echa a andar. Todavía quedan un par de cuadras para arribar a su edificio. Tras el débil cierre de la puerta, el auto retoma la marcha.

Rodeando el limen de un charco de luz que arroja muy pobre el viejo alumbrado del barrio, Hannah voltea sobre su hombro. Hundido en el asiento de conductor, Zacarías revisa el espejo retrovisor mientras se aleja. Dentro del coche, en la oscuridad del suelo, el calzado.

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