Por SARA ANDRADE
Ella no había querido que se hiciera una absurda costumbre pero, cuando volvió a recordarse a sí misma hace tres meses entrar al Oxxo, histérica, y decirse “que esto no se te haga costumbre”, ya era demasiado tarde. La cajera del cabello negro, largo hasta la cintura, ya había empezado a dejar escapar un largo suspiro cada que atravesaba las puertas.
Se consolaba al pensar que, por lo menos, la mayoría de las veces entraba a la tienda con disposición amable, a comprar unas galletas de linaza y un Andatti intenso. Se sentaba en la mesa de madera, a un lado de los ventanales, y se comía su desayuno viendo pasar los autos y la gente bajar o subir la avenida, y a los chicos de la tortería de enfrente despachar cientos de tortas y hamburguesas durante los 30 minutos que se quedaba allí. Se le pegaban las manos en la superficie de la mesa por la cátsup de los Vikingos que los empleados limpiaban con toallas de papel. Desenfocaba la mirada sintiéndose parte del decorado. Una bolsa de Cheetos Flaming Hot mal acomodada. La minoría de las veces entraba con la cara hinchada y perlas de lágrimas gordas saltándole en la cara. En aquellas ocasiones, se escondía en el pasillo entre los cacahuates y la despensa básica. A veces se hundía cerca del refrigerador de las leches, casi hasta el fondo del establecimiento, y abría el refrigerador para que el frío aliento de los quesos y las cremas Lala le calmaran la nariz enrojecida.
Era la ansiedad, le había dicho la terapeuta. “Es que estás en un proceso de adaptación; debes darle tiempo al tiempo. Recuerda que nadie es tu enemigo; al contrario, todos están para ayudarte”. Pero era en vano. A pesar de que todas las mañanas se levantaba, envalentonada, diciéndose: Hoy sí, hoy todo estará bien. Hoy es mi día, como una Rocky Balboa de la futilidad. Y cuando arribaba a su oficina y se sentaba detrás del pulido escritorio de madera oscura y veía su pequeño cactus (regalo de su madre) y su pluma fuente (regalo de su padre) y a los tres rostros de sus compañeras, el mundo se colapsaba debajo de sus pies.
La habían hecho jefa del Departamento de Publicaciones del gobierno estatal y recibió su nombramiento junto con los demás nuevos servidores públicos, y la mitad de su cara y de su abrigo color uva salieron en la portada de dos periódicos. Su abuela había recortado la nota, y su tía le había mandado una foto con la manualidad de su madre. “Dice mi mamá que lo va a enmarcar. Ay, mija, está tan emocionada”.
Nunca se le había ocurrido que para ser jefa era necesario dar órdenes. Cuando las tres mujeres se pararon frente a ella, listas para escuchar el mando del día, ella se paralizó. La más joven le ganaba con 16 años, y la más vieja llevaba trabajando en el gobierno estatal por casi 22 años. Ella acababa de terminar su licenciatura y había tenido un año de experiencia en una pequeña editorial y como correctora de estilo freelance. Por supuesto que nunca nada la preparó para enfrentarse a tres mujeres adultas uniformadas y a la idea de que ella debía capitanear sus acciones.
Hizo lo que pudo. Les preguntó cuál era la experiencia que tenían en el área.
–Pues yo trabajé 6 años en Recursos Humanos, mija, pero estoy a sus órdenes.
–Yo estaba en el área de Eventos, pero me dirijo hacia donde usted apunte.
–Le corregía yo los discursos al gobernador pasado, pero… me dijeron que tú sabías de esto.
Cada mañana, el piso de su oficina, en la tercera planta del edificio A, se doblaba en sí mismo, como si lo mirara a través de una bola de cristal. Se abría hacia las orillas, elongaba las ventanas, deformaba las caras de los visitantes; les inflaba las narices y parecía que hablaban todos como debajo del agua. Se acordaba de Charlie Brown y de las voces de sus padres: trompetas desentonadas que le tronaban los tímpanos.
No sabía cómo escapar de aquel mundo torcido, o cómo volverlo a enderezar si era posible. O si era posible abrir una ventana para que entrara el aire o para que existiera, por lo menos, la posibilidad de defenestrarse.
Así que, a las 10 de la mañana, se ponía de pie y declaraba: ¿Alguien quiere algo del Oxxo?
Yeyetzi la veía entrar, casi todas las mañanas, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo morado, aguantándose las lágrimas. Pasaba delante de ella y de la caja trayendo consigo la corriente helada de diciembre. Recorría en zigzag los pasillos, como si buscara algo, y luego se quedaba tres minutos delante de un refrigerador llorando. La primera vez, Raúl ─su compañero─ y ella le preguntaron si estaba bien. Ella se excusó, se limpió la cara con el puño del abrigo y pagó su leche Sello Rojo antes de salir corriendo del Oxxo. Cuando la misma escena ocurrió por tercera vez, los dos solo se limitaron a verse entre ellos y a encogerse de hombros. Por lo menos siempre compra algo, pensaba Yeyetzi, por lo menos no hace un desastre como los borrachos en la noche.
Hoy entraba ella, enfundada en un rompevientos negro y con el cabello desaliñado, todavía húmedo y la cara muy blanca y sin maquillaje.
–Ahí viene la loca –le susurró Raúl, riéndose.
–Déjala… Parece que tuvo un mal día. Mira, está agarrando un jumbo.
La chica tomó el vaso desechable más grande y comenzó a servirse el americano intenso. Solo le alcanzaba a ver la espalda y los hombros, que temblaban, en señal de que había comenzado a llorar.
–Pues esta pobre siempre tiene un mal día, ¿o qué?
Yeyetzi quería entenderla porque le daba lástima. Era el estereotipo de niña rica con un buen puesto en gobierno. Cabello largo, color caramelo, y bien planchado. Siempre iba de pantalón sastre azul marino y de botas altas. Cuando se acercaba a pagar, Yeyetzi podía oler perfectamente su perfume y ver el destello dorado de su reloj Casio. Seguro que ganaba más de diez mil a la quincena. Seguro que maneja un carro que le regalaron sus papás. No concebía qué era lo que la hacía llorar. Primero pensó que era por su novio. Luego que por el trabajo. Pero cuando las semanas se convirtieron en meses y la chica siempre repetía su danza a través de la tienda, para luego detenerse a hiperventilar frente los jugos Jumex, pensó que quizá era algo más profundo. Raúl resolvió todo aquello con un simple: “Está loca”.
Yeyetzi sabía que ella estaba peor. Había dejado de estudiar la preparatoria porque nunca le había gustado la escuela, y había tenido que meterse a trabajar porque su madre la amenazó, con el mango de la escoba bien agarrado entre las manos, que si no aportaba nada a la casa que mejor se fuera. Vio a su padre dos veces en la vida. La primera, cuando la llevó a la feria y la subió al gusanito mecánico, y la segunda cuando la subió a su viejito Tsuru que olía a tierra mojada, y se la llevó a otro estado y los policías tuvieron que intervenir para regresarla con su familia.
Acababa de romper con Jonathan, su novio de dos años. Su mejor amiga, Chabela, acababa de aliviarse de su segunda niña. Hace dos semanas, su celular se salió del bolsillo trasero y se estrelló toda la pantalla. Se sentía sola y fracasada. A veces no podía dormir. Se quedaba viendo los infomerciales de medianoche, sola en la sala. A cada minuto que pasaba, se arrepentía de estar despierta, pues sabía que lo iría a pagar con creces en la tienda. Se sentía como uno de esos peces Betta de la fayuca, encerrada en una bolsa de plástico. Y a pesar de todo, no era como para echarse a llorar en un Oxxo.
–Pues mi papá le pegaba a mi mamá y luego le dio cáncer a mi abuelo y literal, tenemos una deuda millonaria… ¿qué crees que le pueda afectar a doña Fifí? –decía Raúl, luego de comparar tragedias personales.
La chica comenzó a recorrer los pasillos con el café en la mano y los ojos rojos. Exasperado, Raúl le dijo que iba al baño y se metió a la trastienda. Ella, que tenía que hacer corte en 15 minutos, contaba las monedas de cinco pesos.
El grito la hizo tirar en el tapete horadado todas las monedas que sostenía en una mano. Algunas se incrustaron en los agujeritos y otras botaron hasta debajo de las cajoneras.
–¡Señorita! ¡Señorita, venga! –gritaba la loca.
Yeyetzi corrió hacia ella. La encontró con la cabeza metida en el refrigerador de los lácteos, con una mano sosteniendo la puerta y en la otra, el vaso de café, del que salían las últimas gotas oscuras de americano. Encima del charco negro, unos tenis blancos, ya manchados. La muchacha la volteó a mirar, aterrada.
–Oye, ¿esto es normal?
–¿Qué?
–Eso que está atrás del queso chihuahua, mira, ahí metido, casi no se ve, pero mira, es que tienes que meter la cara.
Y la tomó del codo y la metió con ella en el refrigerador, y las dos, con las caras y los hombros dentro de la taiga láctea, dentro del espacio liminal, cuántico incluso, que es un refrigerador de Oxxo un martes a las 10 de la mañana, vieron lo que ahí habitaba.
La escena siguiente contiene a la jefa del Departamento de Publicaciones del Gobierno del Estado y a Yeyetzi, como anunciaba su placa de latón en su rojo uniforme, fumando fuera de la tienda. La chica llamó tranquila, aunque sonándose la nariz cada tanto, a alguna compañera de su oficina y le dijo que se le había atravesado una emergencia y que ya no iba a volver. Le dijo que se tomara el día y que pasara el mensaje al resto del equipo. Yeyetzi había sacado sus Camel sabor pepino y le había ofrecido uno. “Es que no fumo”, le dijo, pero lo tomó y dejó que ella se lo prendiera. No sabía fumar. Se quedó todo el rato con el cigarro entre los dedos, mirando a la calle, preguntándole y respondiéndole a Yeyetzi.
–¿Qué era eso? Parecía como…
–Sí parecía como un… tenía la forma como de…
–Sí, sí.
–Pero, ¿qué era eso?
–Pues… creo que un escritor habló sobre eso… lo leí en la escuela o algo así, o lo vi en un video de YouTube, no me acuerdo.
–O sea, ¿sí es algo que existe?
–Pues ahí lo viste ¿no? O sea, ahí estaba.
–¿Y qué decía el escritor?
–Pues es como un señor que va a visitar a su novia o algo así y en la casa de la novia ve esa misma cosa que está acá adentro. No me recuerdo bien.
–Pero eso sucedió en una historia. En un cuento.
–Creo que era más bien como un diario del escritor. O sea, puede ser verdad o puede no ser verdad.
Las dos se quedaron pensando, sin pensar realmente en algo.
Yeyetzi recordó cómo tuvo que sujetarse del abrigo morado de la chica, y la chica, que presentía a su lado, a pesar de no verla, repetía una y otra vez: ¡Ay, tiré todo el café!, tomándola con más fuerza del codo. Y mientras las dos miraban, en el tiempo que tomó que todo aquello aconteciera, lo único que las hizo volver al cálido interior del Oxxo fue la presencia de la otra y el grito que Raúl profirió cuando las vio aleteando dentro de un refrigerador.
–Bueno, pues yo ya no voy a ir a trabajar –anunció la chica, tirando el cigarro a medio fumar al suelo y dándole una pisotada. –¿A qué hora sales Yeyetzi, o qué?
La chica pasó por ella en su Nissan Versa color plata a las tres de la tarde. No es que se sintiera nerviosa, pues había salido con peores personas, en peores automóviles y en peores circunstancias. Lo que le desagradaba es que esa cosa de los quesos las hubiera hermanado tan súbitamente. Ella hubiera preferido que su amistad se hubiera dado de manera más orgánica. Que del “hola, buenos días”, la chica le hubiera pedido su opinión sobre el clima; que, de la familiaridad, hubieran preguntado por amigos en común y luego ella la invitara a una fiesta o a un evento. Que se hubieran reconocido en la calle o que asistieran las dos a la misma clase de pintura. Pero tenían que haber sido escogidas para una revelación divina (o demoniaca) y ahora, la chica, que claramente necesitaba ayuda profesional, la invitaba a beber hasta la inconsciencia. Y Yeyetzi había aceptado gustosa.
Se sentaron en una mesa del único bar del centro que habría desde mediodía. La chica pidió dos litros de cerveza y comenzaron a beber, mirándose, en silencio.
–¿Y qué significa tu nombre?
–Bonita.
–Ah. Oh. Ya. Sí, sí tiene sentido.
Y la chica bebió y bebió, apretando el asa del tarro con fuerza, y Yeyetzi pidió shots de mezcal, que se tomaron con una felicidad exultante, casi ensayada. Yeyetzi tuvo que hacer un enorme esfuerzo para pretender que todo aquello no lo habían visto ya, al fondo de un congelador de lácteos.
–¿Y qué significa el tuyo?
–Oso.
–¡Qué oso!
Y las dos se rieron, calientes de las puntas de las orejas y con la boca pastosa. Y las dos pensaron al mismo tiempo que había una diferencia abismal entre saber lo que iba a pasar a continuación y entre vivirlo, a pesar de su conocimiento. Y las dos decidieron, sin decírselo a la otra, que esto último era más precioso. Luego, se fueron al antro del piso de arriba, y valieron, como si fueran dos rayos de luz estroboscópica.
A las 10 de la noche volvieron al Oxxo dando tumbos, donde los chicos del turno vespertino las dejaron pasar a la trastienda. Yeyetzi dejó sentar a la Chica Oso en la silla ejecutiva, y ella se sentó en la silla de plástico. Estaban demasiado ebrias para funcionar. La chica salió disparada a la tienda y volvió con una bolsa grande Paketaxo de Queso y un yogurt de fresa. A Yeyetzi le dio un café americano, que comenzó a tomarse con desgana.
–Mira– le enseñó la chica desde el celular, manchado de polvillo naranja.
Era un cuento. Insistió en que lo leyera. Tardó en leer el texto casi 30 minutos, mientras la otra dormitaba en la silla, hipando de vez en cuando, con la mano metida en las frituras. Le aventó el celular a las piernas cuando terminó. Estaba demasiado borracha para eso.
–Güey, ¿qué vergas es un alep?
A la mañana siguiente, Raúl tiró a la basura a El Aleph. Yeyetzi lo había envuelto en una treintena de servilletas y luego lo echó en una bolsa. Ella lo convenció de que era un ratón muerto. Creyéndose confidente y aliado de los trabajadores mal pagados, le dijo que el secreto del ratón invasor estaría bien guardado con él. A Yeyetzi le pareció extraña la frase “guardar un secreto”, pero luego de observar directamente al universo mismo y pasearse a través de él, muchas cosas dejaron de parecerle curiosas.
La chica no volvió en 3 meses. Del otro lado de la ciudad, en una colonia más bonita, le pareció ver a la chica-cuyo-nombre-significa-oso. Le pareció intuir que había hecho las paces con su padre, luego de que se dejaran de hablar porque ella le reclamó lo injusto que le parecía que le pagara la mitad de su carro y luego de que él le gritara que simplemente podía decirle gracias. Donó la mitad de su ropa al Voluntariado Estatal y salió con sus amigas al temazcal.
Ahí, metida en el horno abrasador, pensó que no podía contarle nada de lo que había pasado a nadie. Ni de la ansiedad, ni de El Aleph, ni de la tarde con Yeyetzi. ¿Lo irían a entender? Para empezar ¿cómo lo explicaría?
En la oscuridad, hizo el esfuerzo:
“Luego de que una vida relativamente fácil, de logros académicos alcanzados y diplomas apilados en la oficina de mis padres, enfrentarme con la realidad fue como recibir un batazo en la cabeza. No sé comunicarme con efectividad. No sé hacer una gráfica en Excel. Me carcomen por dentro mis expectativas y las de los demás. Estoy aterrada ante la cantidad de cosas que no sé, las cosas que nunca veré y las cosas que nunca sentiré. Estoy irremediablemente sola. Y por un ínfimo momento me fue concedido un vistazo a todo aquello: la muerte y la vida. Todas las conversaciones que sostendré y todas las manos que estrecharé. Me vi a mí misma a través de los ojos de todas las personas que he conocido. ¡Qué terrible realmente es estar aquí afuera, a la merced de la vista de cualquiera! ¡Y qué precioso saber que este rostro vale la pena para tantos! ¡Y Yeyetzi significa bonita! ¡Qué mundo tan más abundante!”.
Salió del temazcal, blanda como una Medialuna Bimbo, lista para servir a su propósito vikingo.
Tres meses después, casi a la entrada de la primavera, ella entró al Oxxo, con la firme convicción de saludar a Yeyetzi y pasearse por la tienda sin llorar, sin arrastrar los pies, sin pegar el rostro en el vidrio del refrigerador. Quería entrar triunfante, como un cliente promedio, y preguntarle por el clima y el precio de los limones. “Que no se te haga costumbre”, se dijo, a pesar de conocer ya el resultado, la respuesta y el resto de los días por delante.
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