Por JUAN PABLO OVALLE
«Dale unos chingazos cada vez que llegues y ella no esté, métela de las greñas si la encuentras en la calle cuando regreses de trabajar o rómpele el hocico si te contesta». Así en silencio llevo ese permiso que mi madre le otorgó a mi esposo.
Nunca tardé en la tienda por miedo a que, enojado, José fuera por mí, siempre cuidé de estar en casa de tal manera que, a su regreso, la cena ya estuviera servida.
Creí que así debía ser, incluso después de que aquella vez sonó el teléfono y al contestar, escuché una voz de mujer que me mentó la madre al decirme que soy la zorra que no lo deja en paz. Pensé que aquella mujer, solo marcaba un número equivocado, pues, porque yo soy la esposa de José, pero siguió llamando para insultarme en las noches en las que él trabajaba en otra ciudad.
Fue de esa manera, hasta el día que me tragué el coraje y la vergüenza, en el momento en que nos la encontramos en la Alameda y ella le dio dos cachetadas a mi marido mientras le gritaba infiel. Mi esposo, visiblemente nervioso, solo le dijo que estaba loca, que lo confundía con alguien más.
Detuve un taxi para irme a casa buscando en mis sentimientos algo de valor para que cuando él llegara, encararlo; pero ya allí, me encontré de nueva cuenta con aquellas palabras de mamá: “Rómpele el hocico si te contesta”.