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Cuento

Karnak

Por MALY GORDILLO

Hoy por la tarde recibí una llamada telefónica en la que me avisaron de la muerte de mi amigo Jorge; también me informaron del desconcierto de los médicos al no saber el porqué de su deceso. Este detalle me hizo evocar la experiencia vivida con él en nuestro tour a Egipto, viaje que planeamos; en mi visita a Guadalajara, lugar donde él radicaba; en una reunión de compañeros. Allí comentamos que sería el inicio de una gran travesía para conocer las maravillas del mundo.

Por fin lo decidimos. Jorge, dos amigos más, mi hijo Cuauhtli y yo volamos desde la Ciudad de México hasta Ámsterdam, y después de esperar tres horas en el aeropuerto, abordamos el avión que nos llevó a Egipto. En total, hicimos dieciséis horas de camino. Fue muy cansado, pero a la vez era inquietante saber que conoceríamos una parte del continente africano.

Hospedarnos en el hotel Le Meridien Pyramids fue asombroso, así como poder ver nítidamente a través de la ventana de la habitación las pirámides de la planicie de Guiza. Esa primera noche no pude dormir bien de solo pensar en la gran aventura que iniciaríamos al día siguiente.

Nuestra primera visita fue a las Pirámides de Guiza, ubicadas a poca distancia de El Cairo. Ahí pudimos admirar esa creación del hombre en todo su esplendor. Al recorrer el lugar en donde están construidas, se sentían los rayos del sol al quemar la piel. Fue un día caluroso, la temperatura rayaba en los 50 grados centígrados. Pagamos dos euros para conocer el interior de la pirámide de Kafhre. Al ingresar por un pasadizo reducido, era tanta la gente que visitaba el lugar que tuvimos una sensación claustrofóbica. El aire viciado no nos permitía respirar bien, salimos de ahí sofocándonos.

Luego nos trasladaron a ver la Esfinge postrada junto al templo del Valle. De regreso a nuestro autobús, pasamos por un corredor, a ambos lados del cual estaban instaladas unas tiendas en donde vendían suvenires, ropa, piedras, pañoletas floridas, pashminas de varios colores y texturas e infinidad de figuras arabescas; la mayoría hechas en pasta. Los egipcios, vestidos con sus pantalones de babucha, túnicas generalmente blancas o grises y su turbante,

no dejaban de molestar para que les compráramos algo, y si uno osaba posar la mirada en algún artículo, inmediatamente era abordado por el vendedor para invitarlo a regatear, para ver si de esta manera lo adquiríamos. Al parecer, es una costumbre muy arraigada en ellos. Era agobiante lidiar a cada paso con estos mercaderes, solo nos divertían las ocurrencias que tenía Jorge para tratar con ellos; ahí él compró como recuerdo una pequeña estatua blanca de la diosa Sekmet, la cual nos comentó que usaría como protección.

Por la tarde nos llevaron a conocer Sakkara, la pirámide escalonada, fue el primer monumento de grandes dimensiones erigido en el antiguo Egipto. Cuando regresamos al hotel, fue sorprendente ver cómo maniobraba el chofer del transporte, porque había un tráfico terrible. Los taxis, que abundan, son de color negro, y los choferes manejan de manera tan violenta y ruidosa que usan el claxon como si lo tuvieran pegado a la mano.

Los siguientes dos días conocimos El Cairo, visitamos sus mezquitas, el barrio Copto y el museo. Por la noche, nos trasladaron a la estación del ferrocarril para dirigirnos a Aswan. Al esperar nuestro tren, vimos pasar los convoyes de pasajeros de segunda clase. Se notaba la pobreza reflejada en los sucios vagones, así como en los rostros de los viajeros. Parecía como en las películas en las que los trasladaban a los campos de exterminio nazis.

Viajamos esa noche en el tren para arribar por la mañana. Nos llevaron a conocer la presa de Aswan, la segunda más grande del mundo. Más tarde recorrimos el templo de Philae dedicado al culto funerario de Isis, la diosa del amor.

Al atardecer, visitamos el poblado donde viven los nubios, primeros habitantes de Egipto. Nativos de piel morena con rasgos faciales delicados y grandes ojos de color miel o verdes. Para llegar a su comunidad navegamos a través del río Nilo en la “feluca”, pequeña embarcación de madera provista de un velamen grande de tela que los nubios movían para poder aprovechar las corrientes de aire, esto le permitía a la barca surcar lentamente por el río. Se veía el margen verde de la vegetación haciendo un fuerte contraste con el dorado amarillo de la arena del desierto. Al desembarcar en la playa, la luz solar era únicamente un pálido reflejo rojizo en el horizonte. Los habitantes del lugar nos esperaban con camellos, y después de enseñarnos cómo montarlos, nos trasladamos hasta su aldea a través del desierto. Las dunas de arena se veían por el camino solitario que solo era iluminado por la luna llena,y al levantar la vista hacia el cielo, se podían distinguir millares de estrellas que cintilaban, y al volver la vista hacia el horizonte solo se veía la caravana a través del arenal.

Al llegar a la aldea, se podía observar el contraste de soledad y negrura con las casas pintadas artísticamente, las construcciones estaban enlazadas de seis en seis y rodeadas por un muro común. La cara externa de esta era de tierra grafítica y azulada, tan pulida que brillaba intensamente. Las paredes se encontraban decoradas con exóticos dibujos en color escarlata, blanco y amarillo ocre. De allí pasamos a la casa del guía, quien nos enseñó los criaderos de cocodrilos que mantenía en cajas de madera, luego nos pintaron con gena el símbolo del ojo de Dios, y luego a fumar shishas (pipas de agua con sabor a manzana o canela). De repente, se oyó el sonar del derbake, instrumento de percusión que emite sonidos a través de golpes complejos. Esto daba al entorno la sensación de estar en otro mundo. Los dueños de la casa habitación nos invitaron a danzar con ellos moviéndose al compás de sus ritmos africanos. Ya de regreso, nuevamente navegamos a través del río Nilo, pero en una embarcación de motor. Ahí también la música del derbake ambientó el viaje, y después de haber bailado un rato nos subimos al techo de la embarcación y, tendidos boca arriba, admiramos el cielo nítido y colmado de estrellas.

Los días siguientes navegamos en un crucero por el río Nilo. Conocimos grandes ciudades, entre ellas Edfu, Lúxor, Memphis, Abydos, y también visitamos templos como los de Horus, de Kom Ombo, de la reina Hatshepsout, Dendera, Abydos y los colosos de Memnon. El guía nos relató sus historias, costumbres, y la gran riqueza histórica de este país.

El último día del tour, cómodamente sentados en el autobús de turistas, con el aire acondicionado a su máxima capacidad, viajamos rumbo a Karnak, el templo más grande de Egipto. El guía nos instruyó sobre la historia de esta construcción, pues en ese lugar existía el santuario de la diosa Sekmet, y enseguida nos contó la leyenda alusiva: en Egipto existió un faraón llamado Amón Ra, dios principal, y como ya era muy viejo, los egipcios se burlaban de él, por lo que este le pidió a la diosa Isis que le ayudara a castigarlos, y como esta diosa era de amor, no podía destruirlos. Se dividió a sí misma, creando a la diosa Sekmet, y esta tenía la peculiaridad de poseer una cabeza de león, y cuyo rasgo fue el de ser una diosa oscura del exterminio, por lo que devoró a los egipcios que se mofaron del monarca. Y con

ese acto lo vengó. El guía también nos hizo hincapié en que no era posible visitar el templo porque estaba prohibido para los turistas. Al llegar, el guía nos mostró el lugar; pasaba a cada espacio y nos explicaba sus detalles históricos. Al terminar el recorrido nos dijo que faltaba una hora para irnos y que podíamos pasear libremente.

Para seguir grabando videos del lugar nos juntamos Jorge, un amigo, Cuauhtli y yo. De repente Jorge nos dijo:

– ¡Busquemos a la diosa Sekmet!

Yo había olvidado en parte la anécdota que nos contó el guía, pero era tanta su insistencia que empezamos a preguntar sobre el lugar donde podíamos encontrarla. Como los egipcios no nos entendían, se mostraban hoscos. Comprendimos que no estaría dentro del espacio turístico, por lo que seguimos intentándolo, hasta que un egipcio que conocía nuestro idioma nos dijo que él nos llevaría al santuario y que lo siguiéramos. Caminamos detrás de él. Poco a poco nos fuimos alejando de la zona turística. Los tres le insistíamos a Jorge que nos regresáramos porque no sabíamos a dónde nos llevaba, pero era mayor su emoción y nos convencía de seguir adelante hacia lo desconocido.

Recorrimos un buen trecho de tierra arenosa, con pequeños montículos de zacate sin forma. Al llegar al santuario me di cuenta de que tres egipcios armados con metralletas custodiaban el lugar. Nos informaron que no se podía entrar porque era un lugar sagrado. Jorge les ofreció monedas; inmediatamente quitaron el candado y las cadenas puestas en las rejas de metal, y solamente se oyó el crujir de la puerta al abrirse. Nos permitieron pasar y nos llevaron por un pasaje hasta que se divisó una puerta de piedra en donde dos guardias más protegían el acceso. El egipcio que nos llevó les dio la orden de que nos dejaran pasar. Uno de los guardias abrió la puerta que era un bloque de piedra. Al pasar, solo divisé oscuridad. Nos dieron solo cinco minutos para estar allí y cerraron la puerta. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, quedé petrificada al encontrarme de frente con una efigie negra de obsidiana, de dos metros de altura, una criatura propia del mundo de los sueños, a la cual únicamente la iluminaba un rayo de luz tenue que caía sobre ella. Esta claridad provenía de una pequeña claraboya existente en el techo del pequeño cuarto, la cual la hacía ver sobrenatural. La silueta tenía un gran hocico de león. Parecía que sus ojos me miraban fijamente. Mi corazón palpitó

acelerado y empecé a sentir que me ahogaba, perdí concentración. Solo recuerdo que Jorge sacó su efigie de color blanca de la diosa, que había comprado anteriormente, la exhibió ante la deidad y le pidió su protección. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Yo quería salir inmediatamente de ese lugar, pero nadie abría. Empujaba la puerta, pero no se movía ni una décima de milímetro. Solo recuerdo que Jorge perdió concentración y empezó a burlarse de mi miedo. Una vez que rebasamos el tiempo estipulado, se escuchó el crujir de la puerta al abrirse, y al ver la luz del exterior salimos apresuradamente, mientras Jorge se quedó platicando con el guía y al tiempo escuchamos su voz gritándonos:

–Nos dan cinco minutos para salir o empiezan a disparar.

Los tres que ya íbamos de salida nos volteamos a ver y salimos disparados. Fue la carrera más veloz que recuerdo haber hecho. Sentía que volaba en vez de correr. Los montículos de pasto que había en los costados del camino los brincaba con una facilidad indescriptible; fui la primera en llegar a la civilización, y escuché a Jorge reírse atrás de nosotros por la broma que nos jugó.

Con esa experiencia terminamos nuestra visita a Egipto. Yo continué a Turquía con mi hijo, y Jorge en compañía del resto del grupo regresó a México.

Quise olvidar lo vivido, pero el destino me hizo recordarlo. No sé si fue casualidad, pero creo que la ira de la diosa Sekmet me siguió el resto del paseo pues, al visitar el castillo de TopKapi, el primer día del tour, se desató una fuerte tormenta, por lo que nos hicieron desalojar el lugar debido a que en el patio podrían caer los árboles milenarios y causar un accidente. No pude deleitarme con la travesía en barco por el río Bósforo, pues enérgicas tormentas se desataron los días siguientes. El guía me comentó que se extrañaba de ese clima porque no era común. Al poco tiempo mi hijo y yo regresamos a México con sentimientos encontrados por aquellos acontecimientos.

Ya en nuestro país, en las dos ocasiones que fui visitar a Jorge durante los primeros meses del 2012, en reuniones con amigos, les contaba la anécdota y se burlaba por lo que él me hizo pasar. Les comentaba que era tal mi miedo que jamás me había visto correr tan rápido, y con la cara de susto reflejada en mi rostro. En mi última visita, antes de retirarme, con un simple comentario me dijo que tenía un sueño recurrente en donde se veía él enfrente de la diosa

Sekmet, y que al mostrarle su esfinge blanca y ofrecérsela, la diosa le tomaba la mano que poco a poco se iba poniendo negra, y ya no era él quien reía, sino que era la diosa la que se carcajeaba. Me comentó que siempre despertaba sudoroso y con temor. Yo pensaba que Jorge, siendo de carácter jovial, lo olvidaría y lo dejaría pasar.

No volví a saber de él hasta esta tarde del 10 de agosto, cuando recibí la llamada de un amigo mutuo, en la que me dio la fatal noticia. Inmediatamente me trasladé a Guadalajara para asistir a su sepelio, y ya en el velatorio los amigos comentaron lo sorprendente de su muerte, pues no tuvo síntoma de alguna enfermedad incurable, o siquiera algún síncope cardiaco, pues él, a sus 36 años, siempre gozó de muy buena salud. Lo más desconcertante fue que debajo de su almohada encontraron una efigie de obsidiana de color negra parecida a Sekmet. Este detalle me asustó sobremanera porque precisamente en esta fecha cumplimos un año de nuestra osadía, de profanar el santuario sagrado de la diosa Sekmet.

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