Por EDUARDO MARCELEÑO GARCÍA
Al final de la vida de mi abuelo, poco o nada se hablaba ya de los viejos días, donde el General era sinónimo de patria y orgullo. En aquel tiempo pasado se temía al que solía ser llamado “el mejor ejército del mundo”, a cargo del Gran Conquistador, y al que nosotros, los jornaleros, vencimos con mucho sacrificio. Entonces la gloria fue nuestra; la derrota, del extranjero.
Veo la silueta del Padre a la diestra de un camastro de madera, viejo cuerpo encorvado que los años fueron deteriorando según la figura del General se hacía más grande, o más distante, o acaso algo más siniestra, es decir, una larga sombra hecha a la medida de todo lo que alguna vez condenamos. El recuerdo de aquellos gloriosos días apenas y sobrevive, persiste como el murmullo de una vieja memoria que ha perdido fuerza, una victoria en vías de extinción que de a poco ha ido dejando de escucharse entre los más jóvenes. Tan sólo algunos viejos soldados recuerdan aquellas hazañas de grandeza. Se escucha cada historia en una que otra cervecería, en conversaciones que despiden el rancio tufo de lo que hoy ya no nos sirve. Si paras un poco la oreja, escucharás leyendas de otro tiempo que, borradas ya las huellas de lo que un día fueron, hacen un agotador esfuerzo por mantenerse vivas en las voces trasnochadas de quien no puede despedirse de su valiente pasado. Si caminas por esos senderos de polvo y ceniza, darás cuenta entonces que las voces se extinguen de a poco, según llegan las primeras luces del día siguiente.
En las casas como la mía, puede anticiparse la llegada de una nueva guerra. La figura del Padre, mi abuelo, es enjuta y no así débil. Se levanta de un viejo camastro para situarse de frente a la delgada línea del horizonte, y se fuma algunos cigarros. En su momento a solas, calla, como si eso le otorgara un poco más de dignidad a sus días. Calla porque piensa que callar es la única y verdadera virtud en estos tiempos, donde se abren nuevos frentes y atisban nuevas batallas. Es como si fumara en la antesala del nuevo siglo, donde no hay mejor forma de recibimiento que esta guerra que se avecina. Parado de frente al sol que se va ocultando, el Padre escucha el rumor de su derrota, inquietante zumbido de avispa que atraviesa el campo.
La gente de los pueblos como este, donde vivimos, dice que los tecolotes son agoreros del peor de todos los males; hay quien cree que son brujas. El viejo, frente al sol que ya casi se mete, asegura que ha mirado al tecolote de mal agüero, que ya lo ha visitado: «Se postra frente a mí, clava su mirada infernal en mi alma. Le he mirado mi muerte en sus designios. Después se pasea en círculos, como si se tratara de un asesinato lento y ritualístico. Luego, como si de pronto recordara que sigue siendo animal viviente, se enajena con mi cigarro. Creo adivinar que quiere que le convide uno», dice el muy canalla viejo, riendo, como si aquello del tecolote fumador y la muerte hicieran mucha gracia. Luego enciende otro cigarro y así hasta que se mete el sol, y vuelve a su camastro y mi abuela y mi madre le sirven la cena.
Entre el sur y el norte del territorio se extiende un campo de batalla que llega hasta el centro de nuestra mesa. Cada día llegan más noticias de levantamientos armados, que de prosperidad a través del ferrocarril, el mismo que antes nos prometió un lugar más civilizado donde vivir. La mirada del Padre no se ofusca, registra, desde su sepulcral silencio, el ruido y el movimiento allá a lo lejos.
Los muchachos del pueblo están armados. Han llegado, junto con las malas noticias, rifles del otro lado de la frontera. Una amenaza ha cubierto de miedo todo este territorio, pero aquí nadie sabe bien nada. En la casa, mamá y la abuela, abnegadas, que no indiferentes, se ponen a la cocina aun cuando ambas huelen el olor de la pólvora.
Hasta hace poco, los domingos frente a nuestra casa, se miraban sombrillitas blancas que venían desde el pueblo, son Dolores, Judith, Eulalia y Aurora. Mis dos hermanos pequeños corren para ver más de cerca a las muchachas, son tan preciosas que hasta ellos, un par de críos sin mucho ímpetu por las mujeres, son capaces de apreciar su belleza. Ellos no saben mucho de nada, ni tampoco conocen de guerras, ni de frentes abiertos, para ellos todo son victorias bien ganadas porque no han visto ninguna derrota todavía. Corren, brincan, revolotean como mariposas en las flores de primavera, y luego se meten entre los vestidos blancos, impolutos, para acorralarse entre ellos. Con sus cinco y seis años de vida, mis hermanos se divierten entre las faldas de cuatro jóvenes preciosas. Cuando me ven acercarme, yo que soy mayor que ellos y más cercano en edad a ellas, se enojan y las toman de la mano, buscando que yo me aleje. Apenas y conocen los celos y las cosas ya se han puesto interesantes. Entonces corro hasta ellos y los levanto de los abrazos, los sacudo como a una sonaja y también los estrujo. Después, todos nos reímos.
Hasta hace dos domingos se miraban llegar aquellas sombrillitas blancas que tintineaban con la luz del sol de mediodía. Iban y venían, vibrando, por el mismo sendero de tierra que lleva del pueblo a mi casa y de regreso. Hoy ya no se miran llegar porque de aquello que antes llamamos nuestro ya casi nada nos queda.
Una tarde, cuando el sol estaba por meterse, me encontré a la más desdeñosa de las cuatro jóvenes, Aurora. Estaba tirada a un lado de la vía férrea con su sombrillita blanca toda percudida, tenía las rodillas raspadas y su vestido había sido arrancado de su cuerpo. Estaba llorando, y yo me acerqué para buscarle los motivos que la habían dejado allí, pero no me dijo nada, se quedó inmóvil. Temblaba, como un animal asustado y herido.
Se amplía el campo de batalla hasta las blancas túnicas de Aurora, quienes fueran llegaron por tren y la dejaron tirada, maltrecha y a su suerte.
En el pueblo, las cervecerías están cerradas y, por más valientes que fueron los viejos soldados, hablar de otro tiempo no garantiza ahora nada. A qué negar, en cambio, que la furia está de regreso, se mira a diestra y siniestra, en la polvareda de los viejos caminos y en el campo. Es como si aquel débil eco del pasado resurgiera de una ceniza perpetua y levantara, desde sus adentros, las verdaderas razones de las armas.
Vuelvo a casa. Mamá y la abuela están en la cocina. El Padre fuma y calla, por más que yo le pregunte qué es lo que sucede allá afuera. Cualquier verdad que le haya revelado el tecolote del infierno, es algo que callará a muerte. Mañana vendrán por él, su tiempo aquí se ha terminado.
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