Por FELIPE A. DE LA PEÑA
Desde que te fuiste, las alitas de pollo han bajado de precio. Cuando estabas tú, descubrí que hacer caldito con ellas le da muy buen sabor. Debe ser el balance de piel, grasa, carne y huesos. Las sofrío en aceite de oliva con un poco de vino Marsala y las sazono con sal de grano, pimienta y hierbas de Provenza. Le agrego calabacitas, perejil, zanahorias y papas en cubitos. Lo revuelvo todo, agrego más sal y un puñado de arroz o de fusilli seco. Lleno tres cuartos de la olla con agua y al primer hervor la tapo a fuego lento por tres horas.
También las meto a la freidora de aire, con sazonador, sal, azúcar, paprika y algo de harina. Luego de veinte minutos a muy alta temperatura, las dejo reposar diez minutos, antes de servirlas con salsa teriyaki y acompañadas de una buena cerveza bien helada.
La otra opción es, después de dejarlas marinando toda la noche en una salsa de chiles serranos, ajos, tomatillo y cilantro, colocarlas en el ahumador por treinta minutos a doscientos grados con madera de encino o de mezquite, para que absorban bien el sabor del humo. Luego, subir la temperatura a trescientos setenta durante quince minutos para que queden jugosas por dentro, y rematar a temperatura máxima por cinco minutos para darle ese término crocante al morderlas.
Pero al final, ni las alitas ni el pollo entero me saben si no estás aquí. Las preparo, sí, pero después de la primera mordida se las doy a los gatos, me termino toda la caja de cervezas y después, sigo con la botella de Torres que me acabo en el mismo tiempo que la Coca de dos litros. Amanezco tirado en la regadera con los mininos lengüeteando el charco de vómito a mi alrededor. Me baño, me visto y me lanzo hacia el trabajo. Salgo a las cinco y paso al súper por otro Torres, una Coca y un paquete de alitas orgánicas congeladas con aire, provenientes de una muy lejana granja en la que los pollos se crían en libre pastoreo, así de lejos y libre, como tú ahora estás de mí.