Iván R. Meza
Vengo de una familia de viejos latosos. Ninguno de mis cuatro abuelos vivió menos de noventa años. Mis papás tienen casi setenta y siguen subiendo al cerro para acampar. Se inscriben en excursiones a las que van en pequeños grupos de personas mucho más jóvenes que ellos. Preparan todo con una antelación metódica que a mí siempre me sacó de quicio. Van a Home Depot y compran tiendas de campaña aunque ya tengan y no las necesiten. Mi papá se preocupa por llevar pastillas para todo: para el mareo, para el dolor, para la diarrea o el estreñimiento.
Yo soy un hombre de ciudad. No soporto los mosquitos, acostarme en la hierba mojada, ni despertar con todas mis cosas cagadas por los pájaros. Me mareo en los viajes y termino enfermo o con molestos sarpullidos en toda la piel. Aún con todo ese historial de buena salud grabado en mis genes, aquí estoy, tengo cuarenta y siete años, sin un pelo en la cabeza, desnutrido y soberanamente aburrido en una cama dura e incómoda de una sala de cuidados paliativos en el Hospital Central, muriendo de cáncer en las bolas. Ni siquiera la panorámica exterior me distrae. La ventana de la sala da a la parte trasera de otro edificio alto y gris, no tan viejo como en el que estoy, pero al que se le ve sucio y descuidado.
Llevo trece días aquí y hoy es viernes trece. Bonita combinación. Aun no me decido entre que si hoy me muero sería buena o mala suerte. En definitiva resultaría una buena noticia para mis compañeros de cuarto. Los dos se han quejado, al principio amablemente, de los sonidos que hago al dormir. Pero ayer, después de mucho aguantar, el enfermo que está a mi lado se levantó por la noche y me sacó la almohada de un estirón haciendo que me despertara asustado. Lo vi ahí, de pie, tan flaco como yo, gritando que me callara. Si alguien se hubiera atrevido a hablarme como lo hizo el viejo este hace cuatro o cinco años, otra cosa sería; pero me cansa lo que no debería y lo dejé pasar. Me agota dormir mucho y me mata hacerlo muy poco. No iba a gastar la energía con un tipo, al que por su cara, seguro se muere antes que yo.
Cada tercer día viene el enfermero Claudio. Yo le digo Clau, que es como escuché que se refieren a él sus compañeras. Cuando llegué me sorprendió conocerlo y darme cuenta de que tenía frente a mí a un hombre joven, moreno y con cara de estúpido. Tiene esa sonrisita que me hizo odiarlo. Antes pensaba que ningún hombre podía ser enfermero. Antes creía que todas las enfermeras tenían la obligación de ser bonitas, tener buen cuerpo y ser amables. Una creencia infantil, pero eso creía. Después me di cuenta de que si bien hay enfermeras bastante atractivas, son solo un lado de la moneda. En el otro lado, la cara que siempre es visible, están las mujeres gordas, con los mismos peinados y en un eterno enojo con la vida. Era como si, en algún momento después de haber perdido la esperanza, hubieran involucionado de muchachas dignas y bonitas en esos seres que se pasean entre las camas, indolentes frente cualquier enfermedad.
Unos días después de ingresar aquí le dije a Claudio lo que pensaba sobre su trabajo. El infeliz, muy amable como siempre, me respondió que eso mismo le había dicho su papá.
—Pero a mí siempre me gustó ayudar a los doctores. Verá usted, a mí nunca me espantó la sangre., — me contó —.
—Pues hubieras sido doctor— le dije.
—No tengo cabeza para eso—, respondió con una sonrisa pendeja—. Una vez me comentó una doctora que yo solo estaba aquí para seguir órdenes. La verdad, al principio me molestó que me dijera eso, pero luego lo pensé bien y a lo mejor tiene razón. No sabría qué hacer si dependiera de mí, una vida humana.
Cobarde. Eso fue lo primero que pensé. Pues claro, para él resultaba más cómodo inyectarme chingadera y media. A fin de cuentas, qué importaba que se equivocara si él solamente seguía órdenes.
El martes me vino a visitar mi hija mayor. Digo visitar, aunque lo correcto sería darme una vuelta. No duró más de quince minutos en los que nunca se sentó, ni hizo el menor gesto de que le gustara verme, aunque fuera así como estoy. Parecía obligada a venir. Llegó y se paró ahí, justo donde empieza la cama. No se acercó más, ni cuando llegó ni cuando se despidió. Arrugaba la nariz como si ya uno no se diera cuenta del olor que nos rodeaba. Se despidió de mí con un lacónico adiós y no dijo si volvería. A mí me alegró su visita. Me hizo recordar lo poco que dejaré aquí. Me casé dos veces y en ambas me arrepentí justo a la mañana siguiente de haberlo hecho.
Mis exesposas fueron las que me dejaron. Yo nunca me atreví porque, lo admito, soy una gallina para enfrentar ese tipo de cosas. La primera de ellas, Carmen, me dejó una nota en el refrigerador diciendo que si quería que regresara conmigo, tenía que ir a buscarla a la casa de mis suegros y prometer que iba a cambiar. Que iba a dejar de tener amantes, porque ya toda la colonia sabía quiénes y cuántas eran. Jamás fui.
La segunda, Graciela, tuvo más huevos. Me esperó en la entrada de la casa, una tarde después del trabajo. Ni bien había sacado la llave del cerrojo cuando sentí que me jaló del cabello y me arrastró hasta la sala. La historia fue más o menos la misma: amantes. Me dejó muy sorprendido, pues sus conjeturas eran muy cercanas a lo que había pasado. Tenía direcciones, nombres y ocupaciones. Luego de haberme soltado toda la perorata y que su respiración se hubo normalizado, casi me da un ataque de risa. Había hecho toda una investigación: tenía los nombres de los moteles, fechas, testigos y que estos últimos estaban dispuestos a respaldar su información, misma que nunca negué. Pero le habían faltado nombres masculinos. No podía creer que no hubiera mencionado a los hombres con los que también la había engañado. Hombres a los que había llevado a cenar a la casa, con los que ambos nos reímos y a los que ella calificaba como honestos y encantadores. Tuve buen ojo y creo que yo resultaba atractivo para muchas personas. Estaba muy lejos de ser la cáscara que soy ahora. No me arrepiento de nada. Es como una buena comida que, aunque lejana e inalcanzable, sigue llenando mis recuerdos que, es de lo único que me alimento a últimas fechas.
Una tarde vino Claudio. Reconocí enseguida sus pasos veloces y cortos llegando desde el pasillo. Me contó, sin que yo le preguntara, que su esposa (¡Qué sorpresa, tiene esposa!) había pasado su examen profesional y que esa noche irían a cenar juntos. Yo estaba especialmente débil. Había estado preparándome para la quimioterapia que tendría al día siguiente y eso, siempre me pone nervioso. Seguido viene una monja a esas sesiones de quimioterapia. Camina entre los pacientes repartiendo diminutas imágenes de un santo que yo no conocía. A veces la veo poniéndose de rodillas junto a las camas, escuchando muy de cerca los susurros de quienes la llaman. Después de eso, saca de una bolsita de estambre tejido, un estuche dorado lleno de pequeñas y delicadas hostias que da en la boca seca a quien se hubiese confesado. Suele sonreírme con condescendencia, y creo que nota que no la quiero cerca, pues nunca se detiene conmigo. Fue por eso que agradecí que Claudio me distrajera con su plática aburrida. Me contó que su papá era…
—Un cabrón hijo de perra.
No pude evitar sonreír. Siempre es gracioso escuchar palabras altisonantes de alguien que nunca las dice. Suenan artificiales y ajenas en sus labios.
—En mi propia experiencia, muchos hijos ven así a sus padres,— le dije —. Los míos así me van a recordar y no los culpo. Nuestro objetivo no es que nos quieran, Clau, sino que, para empezar, se puedan limpiar, solos, las nalgas. Ya después es más o menos lo mismo, únicamente cambia el tipo de mierda que hay que limpiar.
Claudio me sonrió y ladeó la cabeza dándome la razón como siempre hacía. Se levantó y se estiró. No dejaba de sorprenderme lo chaparro que era. Yo acostado estaba casi a su misma altura.
— ¿Listo para mañana?—, me preguntó.
—Ansioso, Clau. No podría pensar en un mejor plan.
—Anímese, don. Lo veo muy mejorado en comparación de cuando entró. A lo mejor…
— ¿A lo mejor no me muero? —, lo interrumpí haciéndome el ofendido.
—Quizá el tratamiento le está haciendo efecto mejor de lo que cree. A veces pasa. A unas personas les hace así de rápido. Otras no tienen suerte. Parece que avanzan muy bien y de repente un día… adiós—, dijo moviendo la mano como la señorita San Luis.
Al día siguiente, me sorprendió ver entrar de nuevo a Claudio con la silla de ruedas lista para llevarme a la quimioterapia. Casi siempre venía por mí, una enfermera alta y de cabello corto que no hablaba más de lo necesario. No quise pedir explicaciones y él no me las dio. Me extrañó que estuviera tan callado, pero se le notaba alegre. Tarareaba una canción que yo no conocía pero que me pareció pegajosa. Recorrimos los pasillos y me sentí incómodo al ver a todos esos niños enfermos. Si hay algo a lo que no logro acostumbrarme es a ver niños muriendo de algo que muchos de ellos ni siquiera entienden. Pensé entonces, que la razón por la que Claudio estaba tan feliz era porque el festejo con su esposa se había prolongado hasta entrada la noche. Bien por él.
— ¡Eh, pinche, Clau! —le dije—, no me vayas a arrimar el camarón por detrás…
Entonces me cagué. Sentí la mierda entre las nalgas. No supe qué había pasado. Intenté incorporarme pero no tenía fuerzas, solo conseguí marearme, caer de nuevo con todo mi peso sobre la silla y me vinieron las arcadas.
— ¿Qué pasó, señor? —, me preguntó Claudio, deteniendo la silla —¿Se siente mal? ¿Quiere que le traiga algo o mejor que…?
—Me acabo de cagar, Clau.
— ¿Cómo dice, señor? —, dijo agachándose hasta alcanzar mi nivel en la silla —No le entendí.
— ¡Que me cagué en los pinches pantalones! — le grité.
Y comencé a llorar. Me cubrí la cara con las manos, incapaz de detener las lágrimas que me brotaban sin control. No me importó. Daba alaridos y apenas sentí cuando Claudio dio la vuelta de regreso al cuarto. Me puso la mano sobre el hombro, pero solo consiguió que me estremeciera escandalosamente. <<Esto es todo>>, pensé.
Cuando llegamos al cuarto vi tres figuras junto a mi cama. Eran mis papás. Hablaban con un doctor que yo apenas conocía. Los tres asentían cuando uno u otro decía algo. Mis padres llevaban ropa deportiva muy ajustada. Mi mamá tenía la cara extraña, parecía nerviosa. Vi con sorpresa que llevaba puestos unos guantes de plástico amarillos y se movía nerviosa, pasando el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Miraba al doctor con una sonrisa, poco convincente, que se convertía en una mueca horrible. Mi papá, más bajo que los otros dos, mostraba esa dentadura falsa que nunca terminó de armonizar con su rostro, que parecía a punto de soltar una mordida. Los vi ahí, como dos coyotes que de repente son arrastrados del desierto a un patio con juguetes para perro, fingiendo un interés que no sienten, jugando a ser buenas y dóciles mascotas.
Y yo, con una plasta de caca entre las nalgas, calvo, escuálido y moribundo, agradecí no estar en el lugar de ellos.
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