Por FRANCISCO VELÁZQUEZ
En una de las clases del posgrado en Literatura Mexicana que estudié en la UAM-Azcapotzalco leímos El diosero, de Francisco Rojas González. La intención era abordar la narrativa indigenista que había surgido en México como parte de una continuación iniciada por la literatura de la Revolución Mexicana, pero su lectura provocó que recordara mi trabajo como librero y mi obsesión por la literatura de Raymond Carver.
Aunque en aquel entonces no había leído el libro, sabía de su existencia porque era un título que regularmente se vendía en la librería en la que trabajé en San Luis Potosí desde 2014 hasta 2020. Sin embargo, siempre que algún lector me preguntaba por él, me sentía incómodo porque encontrarlo me generaba problemas: su formato es pequeño, la edición del FCE mide 17 x 11 cm, y eso provocaba que en algunas ocasiones fuera imposible hallarlo en los libreros donde estaba ubicado.
Debido al plástico con el que están envueltos los libros, la mayoría de las veces El diosero quedaba atrapado en medio de otros libros, y era imposible distinguirlo, sobre todo cuando había mucha gente en la librería y los clientes querían irse rápido. Algunas ocasiones dije que el libro no lo teníamos en ese momento a pesar de que el sistema de búsqueda sí marcaba un ejemplar.
Como al inicio del curso el profesor nos había dicho que cada alumno iba a exponer uno de los módulos que conformaban el programa de esa asignatura, aquella ocasión, Memo, uno de mis compañeros del posgrado, comenzó a exponer el tema y a explicar el surgimiento de la narrativa indigenista.
Aunque el libro siempre me recordaba aquellos momentos en la librería, cuando mi compañero comenzó a repasar los cuentos y comentó uno que se llama La parábola del joven tuerto, algo inexplicable ocurrió adentro de mí.
El cuento trata de un joven tuerto que es molestado por sus compañeros porque solamente tiene un ojo. Cansado de ser la burla de los demás, un día el niño y su madre asisten a una peregrinación para pedirle a la virgen de San Juan de los Lagos que sus compañeros dejen de burlarse de él. Sin embargo, en medio de la peregrinación, un cohetón que arrastraba
una gruesa varilla cayó en el ojo sano del niño y debido al impacto el niño perdió ese ojo sano que le quedaba.
La historia del cuento me cautivó. Solo hasta ese momento abrí la cámara del Zoom (en ese entonces las clases eran en línea debido al COVID-19), y presté atención a la exposición de mi compañero. Memo continuó con el repaso de los otros cuentos, pero ninguno me cautivó tanto como el del niño tuerto.
Quizá por el personaje ciego que sale en ese memorable cuento que es “Catedral”, enseguida que supe de qué trataba el relato de Rojas y me vino a la mente Raymond Carver. De esta forma, mientras Memo continuaba con su exposición, me pregunté cómo pudo haber escrito Carver el cuento del niño tuerto en lugar del autor original.
Imaginé que la historia era contada por uno de esos narradores cínicos como los que Carver acostumbraba utilizar en sus relatos. Imaginaba que desde el primer párrafo debía quedar claro que el niño había quedado ciego porque un cohete le cayó en el ojo sano que tenía. Incluso imaginaba que el inicio podría ser similar al primer párrafo de “Catedral”. Entonces plagié ese primer párrafo de “Catedral” y lo reescribí en un archivo de Word adaptándolo con la historia del niño tuerto:
“Un niño ciego, amigo de uno de mis hijos, iba a venir a pasar la noche en casa. El niño había nacido tuerto, pero perdió el ojo sano en una peregrinación después de que un cohete se impactara en su rostro. Su madre había muerto poco después, y desde entonces el niño vivía con su abuela. Su visita no me entusiasmaba y me inquietaba el hecho de que fuese un niño ciego”.
Después de la clase lo primero que hice fue descargar El diosero. El primer cuento que quería leer era La parábola del joven tuerto. Para ubicarlo con facilidad utilicé el comando Ctrl + F, enseguida escribí “tuerto” y luego “Enter”. Sin embargo, apenas empecé a leer descubrí que, evidentemente, no estaba escrito como yo había imaginado. Aunque el cuento empieza con una oración que me pareció lograda, “… “Y vivió feliz largos años. Tantos, como aquellos en que la gente no puso reparos en su falla”, nada de lo demás era como imaginaba. La mención a la peregrinación estaba hasta la página cuatro; la del accidente hasta la quinta.
Para la madre del joven, lo que le pasó a su hijo no fue un accidente, sino un milagro: así su hijo ya no será un niño tuerto y los demás dejarán de molestarlo. El cuento acaba así:
“¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…! Volveremos el año que entra; sí, volveremos al Santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora.
—Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino”.
Cuando acabé de leerlo no sentí lo que pensé que iba a experimentar cuando había escuchado en voz de mi compañero de qué trataba el cuento. No había razón para sentirme así, pero estaba decepcionado por no haberme encontrado con una historia como la que yo imaginaba. Aunque era evidente que el título del relato aludía a una parábola, cuando había escuchado el nombre del cuento había ignorado esa palabra y me concentré solamente en la sensación que me produjo la palabra “tuerto”. Incluso cuando abrí el buscador del pdf había escrito primero “parábola”, pero enseguida la cambié.
Antes de escribir este texto pensaba que no iba a citar una frase de Ricardo Piglia, pero ahora que escribo descubro que esto que me pasó mientras leía el cuento de Rojas tiene mucho que ver con lo que el autor de El último lector dice respecto al acto de leer. No hay que olvidar que un lector, dice Piglia, también es el que lee mal, distorsiona y percibe confusamente. Leer agrega, también se trata de leer mal y de hacer una suerte de lectura desviada.
Sé TESTIGO
