Néstor Pompeyo Granja J.
¿Qué es el cuerpo? A lo largo de la historia de la humanidad, este tema ha sido objeto de disertaciones de todo tipo en terrenos filosóficos, antropológicos, teológicos, psicológicos, entre otros enfoques de diversas disciplinas; por no mencionar las aproximaciones de ciencias “exactas” como la medicina. Sin pretender una revisión exhaustiva, en el presente texto se contempla el concepto “cuerpo” desde tres acepciones: la visión platónica (donde cuerpo y alma son entidades separadas e, incluso, contrarias), la visión aristotélica (donde cuerpo y alma son complementarios) y la visión teológica medieval (donde el cuerpo es creación divina, a imagen y semejanza de Dios, a la vez que templo vivo del Espíritu Santo). Se revisarán, asimismo, tres casos de músicxs que, a través de su obra, han confrontado las formas normativas de entender la corporalidad.
La visión cristiana del cuerpo es paradójica: el ser humano es libre, pero realmente no puede ejercer total autoridad sobre sí mismo. En la era moderna, es la perspectiva cristiana la que probablemente ha jugado el papel más relevante como dispositivo de control sobre los cuerpos: la violencia simbólica que ha ejercido sobre ellos a través de conceptos como la culpa o el pecado ha sido definitoria para comprender los diversos grados de intervención política que a la fecha operan sobre un territorio que, en teoría, debería ser completamente autónomo. Para entender más fácilmente la forma en que el cuerpo ha sido sometido a mecanismos de control velado, basta pensar, por ejemplo, en lo arbitrario de ciertas nociones como la masculinidad/feminidad, la belleza, la discapacidad, la expresión de la sexualidad, entre otras.
En resumidas cuentas, el cuerpo, como territorio autónomo, deja de ser tal y se ve violentado simbólicamente cuando su dueñx es incapaz de desarrollar una noción de sí mismx diferente a aquellas que ha determinado la norma. Por supuesto, la persona no es culpable en tanto que se trata de un sujeto inserto en sistemas que lo rebasan por años de dominación. El conflicto surge cuando se registra un desfase entre lo vivenciado y lo exigido desde los sistemas oficiales. Puede ocurrir a diferentes niveles y la persona no siempre es capaz de resolverlo. De ahí la importancia del cuestionamiento a través de distintos métodos, entre los cuales el arte juega un papel fundamental. Para muestra, el ejemplo de tres discos en particular.
1. Jenny Hval: Blood Bitch (2016)
El punto de partida para el disco de Hval es la menstruación. La artista ofrece una concepción reivindicativa de dicha función fisiológica a través de dos hilos conductores:
- La resignificación del concepto “sangre”. En términos culturales, la herencia de sangre, la línea sanguínea, se ha considerado un honor masculino. Y en la era moderna, tal honor sobrevive a través de un concepto abstracto: el apellido. Jenny Hval propone en su álbum una disertación alterna: la línea sanguínea pertenece, por derecho corporal, a la mujer: ella pare y ella derrama la sangre por cada hijo no concebido. Y no requiere justificar esta realidad con una abstracción nominal como el apellido. La sangre en Blood Bitch es vampira y sí, también es perra: por cabrona, por poner en entredicho la fragilidad de los constructos masculinos.
- La recuperación del argumento aristotélico de la complementariedad cuerpo-alma, anterior al cristianismo. No es secreto el valor espiritual que tiene la sangre en muchas culturas ancestrales; incluso es un arquetipo tan fuerte que el propio cristianismo lo aprovechó como parte de su mitología: el valor del cuerpo y la sangre de Cristo son el centro de la eucaristía. Jenny Hval reelabora este simbolismo en temas como “Female vampire” o “Untamed region”, donde canta lo siguiente: “Estoy en una gran casa, tengo grandes sueños / y la siguiente vez que despierto / hay sangre en la cama / No sabía que ya era momento / ¿o es que acaso no es mía? / Me siento vieja en este hotel / como sorprendida de encontrar que ya no está dentro de mí / Y aún tan joven / hueca / insegura de ser vieja o joven / Humedezco mi dedo en ella / huele como un largo invierno / y siento la necesidad de tocarlo todo / todo en esta habitación / como un perro / marcando todo lo que pertenece a nadie / acercándolo hacia mí / o hacia la vida / o hacia algo / Tengo grandes sueños y poderes de sangre / mi propia habilidad artística / mis errores combinados”.
También vale la pena observar el vehículo para el lucimiento de estas palabras: en Blood Bitch predomina un pop nebuloso de carácter experimental, amigable pero con filtros. Como si la música estuviera rodeada por una especie de bruma que no deja ver bien lo que se esconde ahí dentro. La estructura sonora se disfraza de accesible pero está rodeada de muchas capas que dificultan el paso de la luz. Como si con ello quisiera decir al escucha: “Tú crees conocer esto, pero para llegar al fondo, debes esforzarte por observar”. Es la misma lógica aristotélica: la riqueza de lo corporal solo se puede valorar en su totalidad a partir de la utilización del recurso espiritual. Si no, es solamente sangre en su visión más burda. Y Jenny Hval puede ser cualquier cosa, excepto burda.
2. Diamanda Galás: The Plague Mass (1991)
El punto de partida para el disco de Galás son las personas que viven con VIH. En 1986, el dramaturgo Philip-Dimitri Galás, hermano de Diamanda, muere a causa del SIDA. Este episodio incrementa el interés que la artista muestra por dicho padecimiento. En el trabajo de la cantante y pianista, la exploración del tema es agresiva, potente y cargada de simbolismo.
The Plague Mass es un álbum que reexamina uno de los símbolos más “sagrados” de occidente: el cuerpo y la sangre de Cristo. Al jugar con la figura del mártir, Galás equipara la pureza de la sangre de aquel y la coloca en el mismo nivel de la sangre infectada. La autora denuncia el rol de chivo expiatorio (por los pecados del mundo, hay que sacrificar a alguien) que se le ha dado a lxs portadorxs del VIH, a quienes reivindica al demostrar que no necesitan de condescendencias gratuitas. Se reclama con rabia su lugar en el mundo, porque ante el cuerpo violentado (no por un virus, sino por un estigma), la vía para recuperar la autonomía y la dignificación del mismo es la confrontación directa. Por eso, entre más chocante, mejor: para que quede clara la resolución. No es una súplica, es una exigencia de no discriminación. Un reclamo que no oculta la condición de la persona seropositiva, ni apela a eufemismos. Un acto de presencia necesario que se grita como en “Sono L’Antichristo”: “Soy el testigo / soy la salvación / soy la carne sacrificada / Soy la sanción / soy la expiación / soy la araña negra / Soy el azote / soy el tonto sagrado / soy la mierda de Dios / Soy el signo / soy la plaga / soy el anticristo / Dios, ¿por qué me has condenado? / Esta es mi sangre, este es mi cuerpo, estas son mis venas / Estoy ciego, Dios / no puedo ver / Aves de la muerte, quítenme la vida”.
También es importante la forma en que el argumento del álbum se nutre de ciertos versículos bíblicos, además de otras circunstancias y elementos que redondean las intenciones de la obra, por ejemplo:
- El disco es grabado en vivo durante un show ofrecido en una de las catedrales más antiguas de Nueva York.
- El performance tiene la estructura de una misa católica, y está interpretado en latín, inglés, español e italiano.
- En el álbum se fusionan varias figuras protagónicas: las personas seropositivas, una representación de Cristo y una suerte de Anticristo.
Uno de los momentos más intensos de The Plague Mass ocurre durante la consagración (Hoc est signum corpus meum, hoc est signum sangre meum – Este es mi cuerpo y esta es mi sangre), donde la intérprete, bañada en sangre ceremonial, entrega la ofrenda desde el centro del altar. La quieran o no.
3. Anohni: Hopelessness (2016)
El punto de partida para este disco es la construcción de la corporalidad. Anohni (antes Antony Hegarty) es una cantante transgénero cuya discografía está marcada por un constante discurso sobre la transformación.
Vale la pena recordar que los modelos médicos han influido en gran medida en la forma de concebir la transexualidad, pues los propios manuales de psiquiatría y clasificación de trastornos mentales se han valido de conceptos como “trastorno de identidad de género” o “disforia de género” para aproximarse a tales identidades. Cuando una noción como la de disforia de género convive con otras formas de corporalidad “anormal” (epilepsia, depresión o ansiedad, en este caso), se gesta una múltiple visión de conflicto con el propio cuerpo que puede ser devastadora.
En los trabajos firmados como Antony and the Johnsons (proyecto previo a Anohni) prevalecen los textos desesperanzados, con la añoranza como ingrediente central. Con destellos de luz pero siempre enmarcados en la melancolía. Y la música es el marco perfecto para ello: dominada por pianos, alientos y cuerdas. Los sonidos suelen ser suaves, temerosos, frágiles. El tono dramático se siente real y duele al escucharlo. No es música victimizante, es música que lastima y sufre. Sin embargo, a partir de Hopelessness (primer álbum bajo la identidad de Anohni), la sensación de desesperanza muta de personal a universal y da paso a la rabia. Como si en su reflexión individual la artista se supiera triunfante de su propia batalla y, ahora sí, con la autoridad moral que eso le confiere, pudiera hablar de las luchas que siguen: las que trascienden los cuerpos particulares y se libran en el Gran Cuerpo Universal. Los temas en Hopelessness son crudos y no usan disfraz. Son directos, escupidos en la cara: el conflicto en medio oriente, la utilización de niños en guerras absurdas (¿cuál guerra no lo es?), la crisis de los Estados Unidos, las expectativas de los padres sobre los hijos, el cambio climático… Incluso las letras abandonan la metáfora y se vuelven más literales, como en Four degrees: “Son solo cuatro grados / quiero ver este mundo / quiero verlo hervir / quiero escuchar a los perros aullando por agua / quiero ver a los peces flotar bocarriba / Quiero ver lémures y criaturas morir / Rinocerontes y grandes mamíferos / yaciendo inertes en los campos / son solo cuatro grados, quiero verlos arder”.
La música, por supuesto, también sufre un cambio: Anohni emplea recursos del pop electrónico con elementos industriales; los beats son agresivos, y los ritmos, trepidantes. Cualquier musicólogo o musicoterapeuta sabe que a mayor BPM (medida para el ritmo) de una canción, mayor segregación de endorfinas: estimulan, generan placer, pero también alerta.
Luego entonces, la pregunta es: ¿puede el arte ofrecer nuevas formas de concebirnos, de leernos y reconfigurar nuestra actuación ante el mundo? Mi respuesta es sí. En la medida en que intentemos desarticular los discursos a los que hemos sido expuestxs, recuperamos cierta autonomía. Y con cada nivel desbloqueado, la responsabilidad moral aumenta, porque lo que hagamos desde nuestro espacio individual, tiene el poder de volverse político. El cuerpo comunica. La cuestión está en procurar que lo haga en el sentido que verdaderamente queremos, ya sea para los demás o para nosotrxs mismxs. ¿Dolerá? Seguro que sí, ¡y qué demonios! Finalmente, tanto el conflicto como la crisis suelen ser antecedentes necesarios para los grandes cambios, los cambios reales; de esos que tanto necesitamos.
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