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Ensayo

Enseñanzas de un cajero automático

JESUS NAVARRETE LEZAMA

No puedo, no debo leer.[1]

Ernesto Sabato

En una sociedad sin prohibiciones, sin ley

–si es que semejante sociedad es imaginable–,

¿quién querría leer o escribir?

J. M. Coetzee

Dear reader. Don’t read

Ulises Carrión

No hay mejor libro que el que no se puede leer. Si alguien quiere hacerle un favor a la lectura y a la literatura, prohíbalas. Quizá entonces vuelvan a florecer. Que el lector tenga que esconderse, que el escritor tenga que huir. Ello les dará fortaleza, a ellos y a sus obras. En general, persígase toda forma de arte.

La ficción es peligrosa: nos muestra personas malvadas desde perspectivas que las hacen parecer buenas o bellas, nos muestra cuán miserable puede ser la inocencia y cuán inocente puede ser la perversidad.

En El mago de Viena, Sergio Pitol advierte que “El libro realiza una multitud de tareas, algunas soberbias, otras deplorables; distribuye conocimientos y miserias, ilumina y engaña, libera y manipula, enaltece y rebaja, crea y cancela opciones de vida”. Y si bien matiza que “Por imponentes que sean los escritos del odio, en su mayoría la letra impresa hace inclinar la balanza hacia la luz y la generosidad”, queda claro que no estamos ante un objeto inocuo.

El otro día leí una declaración de Julio Iglesias a la prensa. El cantante y símbolo sexual de los años 80 del siglo pasado dijo: “Cuando era joven lo leí todo, desordenadamente, ahora leo Stephen King, y todo lo que no me confunde”. Esta frase me conmovió: en primera instancia asegura haberlo leído “todo”, como una especie de Madame Bovary, y luego reconoce haberlo hecho “desordenadamente”, como muchos otros, pero es el remate lo que hace de esta aseveración una cita citable: la imagen del lector voraz e incongruente que termina leyendo best sellers y todo lo que no le perturba.

Es probable que uno, como lector, llegue a esa etapa en la que busque solo aquellas cosas que no lo perturban. Solo aquellas ideas con las que está de acuerdo: al principio quiere sumergirse en la confusión y al final solo desea calmar su espíritu.

En cualquier caso, siempre se termina recurriendo a la ficción, pues mientras lo que ocurre en la realidad nos parece falso e impostado o por lo menos sospechoso, aquello que tiene lugar en la ficción nos parece más auténtico y honesto, en tanto que solo esta nos permite conocer las ‘verdaderas’ causas y efectos de las cosas, sus motivaciones.

Robert Smithson, artista conceptual, señala que “Cuando oímos la palabra ficción, casi todos pensamos en literatura, y rara vez en ficciones en un sentido general”. Bajo esta lógica, “se piensa que los hechos tienen mayor proporción de realidad que la ficción”. Sin embargo, hay que ver cuánto de ficción hay en la realidad.

En la vida real, para llegar al fondo de ciertos sucesos es necesario especular, es decir, hacer conjeturas sobre algo sin conocimiento suficiente, lo que significa formarse un juicio a partir de indicios u observaciones; a través de un hecho, inferir la existencia de otro no percibido sino fingido, es decir, falso, en tanto que no se puede probar que ha tenido lugar en la realidad.

Además, “observar supone modificar”, como bien consigna Weiner Heinsenberg. “La observación juega un papel decisivo en el evento y hace variar la realidad de este, dependiendo de si lo atestiguamos o no (…) lo que sucede depende de nuestro modo de observarlo y de qué tan rápido lo hacemos”.

Entre los lugares comunes destaca aquel que dice que la realidad supera a la ficción. A menudo, lo empleamos para decir que ha sucedido algo que, efectivamente, no se encuentra ni en las historias más fantásticas o en las más atroces; ha ocurrido algo increíble, algo que a ninguna mente se le había (o habría) ocurrido. Sin embargo, hay realidades que no tienen lugar en la ficción porque resultarían inverosímiles, del mismo modo que hay ficciones que se adosan muy bien a la realidad y se confunden con ella. Lo cierto es que lo que llamamos realidad siempre busca aproximarse a la ficción, y es quizá en ese esfuerzo que la supera; por su parte, la ficción, en pos de la verosimilitud, trata de asemejarse a la realidad, y en ese afán la reproduce e incluso puede predecir ciertos aspectos o anticipar algunos sucesos.

Es decir, la humanidad busca aproximar la realidad a la ficción y la ficción, en tanto que producto de la mente humana, no tiene más remedio que asentar sus raíces en la realidad. Así, el periodista termina inventando y el novelista termina basándose en hechos reales.

En Yoga, Emmanuel Carrere afirma que para él la literatura es el lugar donde no se miente, y recuerda que en algunos de sus libros ha dicho que todo lo escrito en ellos “es cierto”, sin embargo, en el caso de Yoga, admite que al escribirlo debió “desnaturalizar un poco, trasponer y borrar otro poco, sobre todo borrar, porque puedo decir de mí lo que quiera (…) pero no de otras personas”. Escribir todo lo que se te ocurre sin “desnaturalizarlo” (…) en suma, es imposible, reconoce.

En esta obra clasificada como autobiografía, ensayo, crónica periodística y ficción, Carrere narra, en voz de un migrante, una historia que líneas más adelante pone en duda: El joven Atiq le cuenta al escritor su travesía para llegar a la isla griega en la que se encuentra como refugiado. En su relato, Atiq destaca como “el momento más duro” de su viaje el drama de una madre que tiene que abandonar a su bebé porque este no para de llorar, y pone a todos en riesgo de ser descubiertos. El bebé llora de hambre, pero la madre ya no tiene leche y nadie tiene leche. Le han dado bolitas de opio, pero ni así se calla. De tal suerte que, amenazada por el pasador, la mujer abandona al bebé en un descampado y sigue el camino.

El narrador cuenta que, meses más tarde, refirió esta historia a una mujer que trabaja para una ONG que atiende a migrantes, y ella le dice que esas personas, sin duda, han sufrido cosas terribles, pero también son aconsejados acerca de lo que deben contar a sus entrevistadores para que les concedan el visado, es decir, “hay un relato modelo, y en él, un episodio obligado es el del bebé atiborrado de opio y luego abandonado a los buitres en la montaña”, así que le aclara: “No te digo que eso no suceda, no te digo que el chico que dices no lo haya presenciado, pero sí te digo que eso no puede haber sucedido tantas veces”.

Somos sujetos dados a la sospecha. La verdad es lo último en lo que creemos. Cuando en la vida diaria alguien nos ofrece sus razones, dudamos de ellas. Y es así: sin un narrador omnisciente, sin un monólogo interior que nos abra la puerta a la mente del otro, no hay ninguna certeza de que lo que éste afirma no sea una mentira.

La vida real no se desarrolla sino gracias a la ficción. Es decir: la condición humana se explica a partir de las historias que sobre ella se cuentan, eso significa que de la ficción tomamos ejemplo o modelos para actuar en nuestra vida cotidiana. Cada idea es un eco, dice Giovanni Papini, cada acto, un plagio. La vida es imitación: la ficción engendra el hecho cotidiano.

Y la trama no existe en realidad. El sentido no existe. Se construye a partir de ficciones. Lo que llamamos realidad es un relato. Una perspectiva (de tantas).

De cualquier modo, si se pudiera hablar de cosas que no se puede evitar hacer, habría que mencionar dos: leer y escribir. Se lee y se escribe como se respira: se inhala y se exhala. Se hace mecánicamente. Los signos aparecen frente a nuestros ojos. Nos obligan a interpretarlos. Y no podemos dejar de (re)producirlos o, por lo menos, de usarlos, en distintos soportes, en distintas plataformas; mediante diversos procesos interpretamos y plasmamos signos. Los encuentros sexuales son finitos, los libros son finitos, solo el deseo de follar y el deseo de leer son infinitos, sentencia Roberto Bolaño.

***

En la fila del cajero automático una pareja conversa. Él dice algo inaudible. Ella responde:

-… leer un libro… Bueno, escribirlo.

Todo signo busca su reproducción.


[1] Cristina Mucci: Usted debe leer muchísimo. Le mandan manuscritos…

Ernesto Sabato: Sí, pero yo no leo nada. Hace muchos años ando mal de la vista, así que me viene bien eso. (…) Puedo leer los títulos de los diarios, por ejemplo, -cosas grandes- que me basta para amargarme el día. Trato de no leer ni siquiera los títulos. Pero leer la letra de imprenta, no, ni hablar. Tengo unas lupas que me han regalado, pero es muy difícil leer con las lupas. Salvo que sea algo muy importante. Yo ahora, por ejemplo, que estoy escribiendo Antes del fin tengo que recurrir a la biblioteca, donde tengo todos los libros marcados hace 30 o 40 años. Me acuerdo que (INAUDIBLE) dijo tal cosa, bueno, entonces a buscar el libro y con una lupa…

CM: Pero ¿usted ya no lee? O sea, el tiempo de lectura ya no…

ES: No, no, no. No puedo, no debo leer.

CM: ¿Lo extraña?

ES: No. (…)

*Recuperado de Ernesto Sábato en Los siete locos (1995) https://www.youtube.com/watch?v=RlGh-Fmtp0o+

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