Adriana Rodríguez Morán
“La escritura de la mujer siempre es femenina; no puede ser más que femenina; cuando es mejor es más femenina; la única dificultad estriba en definir lo que entendemos por femenina”.
Virginia Woolf
No existe una literatura masculina. Los cánones literarios no han requerido nunca distinguir la escritura de una persona por el simple hecho de ser hombre. A partir de esta realidad se observa la inequidad histórica de la participación de las mujeres no solo en las letras, sino en todas las artes.
Asegurar que existe una forma de literatura femenina conlleva a la afirmación de que existe alguna clase de esencia de la feminidad. Freud encuentra tres elementos (psicológico, físico y cultural) que componen la masculinidad y la feminidad, y afirma que ninguno, por sí solo, es capaz de definirla, pues estos están combinados en todos, es decir, en hombres y mujeres. Por tanto, dar por sentado que existe la feminidad como esencia equivaldría a validar que “En la cultura patriarcal occidental el autor del texto es un padre, un progenitor, un procreador, un patriarca estético cuya pluma es un instrumento de poder generativo como su pene”, frase en la que Gilbert y Gubar intentan retratar el pensamiento masculino de una época en que se consideraba que solo el hombre era capaz de crear belleza.
Hay que decir que sí hay una necesidad de nombrar una literatura femenina para visibilizar su inclusión como artistas en lo que hasta entonces había sido un grupo androcéntrico.
Al comienzo de la escritura literaria por parte de las mujeres no era bien visto que participaran en todos los géneros. hasta hace menos de un siglo era impensable que una escritora basara su obra en temas eróticos, de fantasía, ciencia ficción o de terror. En caso de así hacerlo, más valía firmar con un seudónimo masculino, como lo llegaron a hacer Matilde Cherner, Louisa May Alcott, Mary Shelley, las hermanas Brontë, entre muchas otras, para tener la oportunidad de ser leídas.
Se confinó a las escritoras a temas de amor romántico, infancia o de maternidad, bajo el razonamiento de que la psique femenina abordaba solo un lado sensible, ajeno a los asuntos del “mundo real”, lo que dejaba claro que la autonomía y la igualdad de las mujeres eran una amenaza para la familia, la religión y el estado.
El camino fue largo. Aún después de que surgieron escritoras que demostraron su talento, sus nombres se suprimieron de planes y programas de estudios de licenciatura y posgrados de letras, así como de ensayos de investigación o antologías, tal es el caso de Nellie Campobello, que fue excluida de una antología de narradores de la Revolución Mexicana, a pesar de que el antologador Max Aub reconoció que era ella quien había aportado lo más interesante durante este período.
Los seudónimos continúan hasta el siglo XX, como con J. K. Rowling, quien ocultó su nombre femenino, aunque utilizaba sus iniciales, pero también llegó a usar el nombre de Robert Galbraith para El canto del cuco (2013). Después de recibir excelentes críticas por la saga de Harry Potter, reconoció su autoría.
Un ejemplo más que claro es la brecha entre los ganadores del premio literario internacional más reconocido: el Nobel de Literatura, que desde su creación en el año 1901 ha sido otorgado a 14 mujeres contra 100 hombres.
Otro fenómeno que aún ocurre, aunque hay que reconocer que cada vez en menor medida, es cierto tipo de expectativa social que deriva en la autocensura de las escritoras. Esta autocontención proviene de la misma cultura patriarcal de la que las mujeres somos objeto desde la infancia. El miedo a plasmar temas o palabras que atenten contra las creencias propias o de las personas cercanas reside en el miedo a la mirada severa de la sociedad. Ir en contra de esta “educación” requiere un gran trabajo de reflexión del que resulte la congruencia de las ideas y la confianza de manifestarlas.
Por último, me gustaría enfatizar otro obstáculo para la mujer escritora, tema expuesto por Virginia Wolf en Una habitación propia y ampliamente difundido por ella misma entre las estudiantes universitarias a finales del siglo pasado. Woolf pone en la mira la necesidad de un espacio físico para desarrollar la creatividad sin interrupciones de tipo doméstico, tal como lo han tenido los artistas hombres desde siempre.
Tener este lugar es como tener espacio en la mente para llenarlo de relatos. Un espacio tangible en donde poder abstraerse de la rutina es fundamental para formar una disciplina.
Así pues, podemos asegurar que las diferencias que pueden surgir entre la escritura masculina y femenina no son cuestión de estilo, ni de biología, ni de metodología, pero quizá si experienciales y culturales.
¿Qué pasará en unos años que se vean los resultados de una cultura de inclusión al movimiento no binario? ¿La diferencia en la construcción de personajes literarios seguirá notándose? Mientras esto sucede, podemos asegurar que tanto las diferencias entre lo masculino y femenino habría que buscarlas en “el cuerpo de su escritura y no en la escritura de su cuerpo”, tal como lo dijo hace un tiempo tan atinadamente, Jean Baker Miller.
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