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Ensayo

LA PASIÓN DE LO EFÍMERO

Luis Alberto Arellano

En los registros variados que presenta el itinerario poético de Jordi Virallonga (Barcelona, 1955) aparece una constante que me llama poderosamente la atención: se trata ante todo de un poeta civil. Detengan el aliento y permitan que lo explique.  Desde Perímetro de un día (1986), se hace notar que se trata de un poeta que celebra los placeres de la vida, que indaga sobre lo inmediato, y que tiene la misión de cantar a lo efímero. También que se trata de un poeta que utiliza una figuración poética de corte conversacional: es un poeta, llamémoslo, coloquial. Sin embargo, estas certezas se van volviendo más complejas y necesitan matices, cuando se avanza sobre su obra. Es verdad, que Virallonga recurre constantemente a un estilo conversacional para expresar un ánimo poético que se debate entre las maneras de la seducción amorosa y el inventario del desamor.:

Como tú,

contigo fue de noche

porque ambos nos llenamos de contigo

Y yo escribía

                            porque,

y porque tú no quedabas donde quise

Ahora yo soy tú

y en tu cabeza brincan jinetes cabalgando con ositos verdes mi memoria

Sin embargo, una mirada menos apresurada por comprender y más necesitada de un tiempo propio (aquella que es propicia a la poesía), permite comprender que hay varios rasgos que no se ajustan a lo que comúnmente se entiende por poesía coloquial o, en su vertiente ibérica, poesía de la experiencia. En un primer momento la inmensa mayoría de los poemas de Jordi Virallonga están construidos como un simulacro de conversación, por tanto, están dirigidos permanentemente a un “tú”. Una conversación no necesariamente es un diálogo. Es así que este coloquialismo no proviene de la simulación del habla cotidiana, permanentemente anclada en la voz poética en primera persona, sino que es una actualización del epigrama grecolatino, en su vertiente de indagación sapiencial y sardónica sobre lo efímero de la vida, y del Carmen latino, sobre todo de Horacio. Hay siempre en estos poemas una afortunada mirada moral sobre los distintos encuentros del hombre con el hombre, sobre la convivencia posible que forma los retazos de lo que llamamos vida:

La lluvia no va al mar, va a tu nombre de sed

que emerge en los ojos y humilla mi escaso animal;

no poder resistir la dureza de los recorridos,

no olvidar los recuerdos lamiendo el agua del baño

que sí dan en la mar, que es el vivir, y no estarás.

Es en esas pausas entre el flujo vital que el poeta se permite anclar algunos guiños muy afortunados a la Tradición: Jorge Manrique, Ángel González, el capitán Fernández de Andrada. Esta ecuación resume una postura vital que consagra una moral necesaria para este poeta: la vida es un permanente diálogo con los otros, vivos o muertos, y consigo mismo. Es decir, la única actitud vital que hace justicia a nuestros itinerarios es el permanente encuentro con nuestros semejantes.

Tal vez sin intención, pero con una constancia que delata entendimiento del asunto, Virallonga retrata a diversos personajes y situaciones de la transición española de los años 80. Hay un registro, no diré fiel, personalísimo, que forma un mosaico de las diversas cuitas sociales de una ciudad como Barcelona. De manera incidental, pero siempre bien esclarecida, Virallonga logra que encarnen los problemas y tópicos de una vida comunal que se entienden como categorías de análisis. Así, el conflicto de las dos Españas,  la tensa relación política y lingüística de Madrid con Barcelona, la súbita bonanza económica y su fuga al despeñadero, tienen cabida porque son elementos que configuran los retratos de los personajes que aparecen en sus poemas. Hay en esta mirada civil la capacidad para conectar la vida diaria con los grandes temas, no de la Humanidad en abstracto, sino de una Comunidad que se presenta como inestable y en permanente necesidad de definición.

De todo hace siempre unos diez años.

Es un largo aprendizaje el del cinismo,

pero te acostumbra a morir.

Aun así, con todo lo que sabes estás solo

y el mar es más que el mar

si no piensas en la muerte;

¿y el tiempo?,

Entonces había más polvo que asfalto,

más agua que espejos, es cierto,

y la luz debía a la piedra

el reflejo que hoy le falta.

Estas consideraciones tienen un cumplimiento cabal en el muy afortunado Poemas de Turín. Este libro, de una tensión formal cercana a la perfección, pertenece a esos raros equilibrios entre ternura y auto escarnio que son tan caros al poeta. Desde el inicio, la lectura de este libro provoca que el lector se conecte con su propio pasado y se sienta concernido por la sensación de exilio interior a que nos somete la carga infame de madurar como personas. El desaliento, la nostalgia, la sensación de llegar a un lugar que no termina de desocuparse, la ironía de que todo se vaya al garete con apenas nuestra presencia como testigos, y ante todo, la voluntad de la carcajada, vuelven a este libro una lectura entrañable. Naturalmente, en todo esto hay de sobra un amor que tiene que ser reconfortado. Aquí hay una carta, “Epístola moral a Fabia”, que parodiando su modelo, busca también alabar las virtudes la dorada medianía, pero no la renacentista de la vida retirada, sino más bien aquella que viene de aceptar que lo excepcional en la vida contemporánea no está en la experiencia límite, sino en el cultivo de los sentimientos de larga duración.

No te equivoques, no es ésta la cláusula

rebelde que mostramos al planeta

para hacerle entender que es suficiente

con el amor a fin de seguir juntos.

Es todo lo contrario, te decía,

la manera de atar y aparentar

que somos la pareja del milenio,

que acertamos de lleno y cumpliremos

las bodas de platino sin papeles,

las bodas de los hijos sin papeles,

de los nietos sin dientes, sonriendo

en las fotos con faz de recordar

lo mucho que sufrimos los soldados

por cambiar sociedades que basaban

su existencia en puros topicazos

sin alma, sin deseo y sin cabeza.

Lo extraordinario se aloja en lo efímero y se parece demasiado a lo cotidiano. La grandilocuencia de la vida trashumante no permite ver que las pequeñas y reiteradas cosas son el testimonio de la invencibilidad del rostro humano. Aquello que nos hermana con los otros y que nos hace comunes, así, como cualquier otro, como un ciudadano más, bajando a pie por la rambla, una vez que han cerrado el último bar, y tenemos que andar hasta la casa elegida para continuar la borrachera. Así de común, pero también por eso extraordinario, porque es en ese reconocimiento de la vida civil que significa portar un rostro único y a la vez humano, que alguno comienza a cantar (“Lola”, de The kinks, por cierto) y el coro lo hacemos todos, mirando a la noche con la certeza de lo irrepetible de ese momento, del regalo siniestro y cargado de belleza que significa ser uno más entre los hombres; uno más de los que fueron educados por los más bestias salesianos; que disfrazaban el deseo en los libros de arte ocultos bajo la portada de cualquier otro libro sagrado; que conocimos el desamor, el desaliento y la derrota por la ruta fantástica del cuerpo de una mujer. Que castigamos a los bronquios y a los hígados con el alcohol no siempre barato del desaliento, y que sabemos, en suma, que para tener una vida plena basta con saber que no es del todo nuestra, que la compartimos con aquellos que nos aman y amamos, con aquellos que están del otro lado del espectro moral, y sabiendo eso, pisar a fondo el acelerador.

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